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El rojo es el color de muchas cosas buenas, pero también, como hemos visto, de otras que no lo son tanto, sobre todo aplicado a los sentimientos que genera la visión del estado de nuestro centro histórico.

En esta sociedad artificial y estereotipada de la que formamos parte, los colores juegan un papel fundamental. Según tu sexo, raza o creencia se te encasilla de fábrica en un tono cromático determinado: que si niñas el rosa, niños el azul; más jóvenes color de ropa más oscura y más cruda y colorida para los mayores, etcétera. Lo vemos incluso en los hábitos de las procesiones de Semana Santa, en la que cada hermandad suele exhibir los colores de la orden religiosa que regenta su sede o con la cual en algún momento de la historia tuvo relación.

Quizá los tres colores más universales, más unisex, sean el blanco, el negro y el rojo. Los dos primeros por asépticos y el tercero por ser sintomático de las pasiones y sentimientos de las personas. Y es que el rojo, desde antiguo, se asocia a lo más básico y lo que más se ve, que es cuando nos ponemos colorados, normalmente por vergüenza o timidez. Las propias palabras ruborizarse o rubor proceden del latín ruber, que era la utilizada por los romanos, siempre tan pragmáticos, para nombrar al color rojo. Incluso los generales romanos, cuando celebraban un triunfo por las calles de la urbe, llevaban pintados los rostros con una especie de pintura rojiza en el momento en el que el esclavo le sostenía la corona de laurel sobre la cabeza y le repetía constantemente aquello de hominem te esse memento (recuerda que eres humano), que muchos relacionan con la famosa expresión memento mori (recuerda que vas a morir).

El rojo es el color de la sangre, de la vida en movimiento, el de las flores más hermosas y con el que siempre relacionamos a nuestro corazón y sus sentimientos más puros. En el otro lado de la balanza está la impulsividad, la pasión irracional y la locura, lo que convierte al rojo en el color que expresa nuestras encrucijadas emocionales y la bipolaridad sentimental que todos en algún momento de nuestra vida manifestamos. Representa la crueldad de la guerra y de la sangre desmedidamente derramada con grandes dosis de injusticia.

El rojo es también el color del fuego destructor, el mismo que vimos que se cebaba la pasada semana con un inmueble de la plaza Belén, justo el que está a la espalda del palacio de Montegil. Otra vez la plaza Belén, esa misma que aguarda proyectos que nunca se materializan, la más castigada y humillada de la historia reciente de nuestra ciudad. Esa que cada tres meses desde hace bastante oye, con cada vez menos esperanza, que dentro de tres meses comienzan las obras de su urbanización. La misma que espera que se comience con las obras del Museo del Flamenco, que en todo este tiempo no ha pasado de ser un proyecto difuso y, para qué seguir engañando y engañándonos, con pocos visos de pasar del humo al que nos hemos acostumbrado demasiado en los últimos años a la realidad. El rojo del fuego, del calor abrasador y de la destrucción más absoluta viene a visitar cada cierto tiempo a la plaza Belén, mientras los que deberían tener la cara de ese color ni se inmutan ni se dan por aludidos. 800 vecinos no son nada para ellos, no representan votos de los que puedan decidir nada políticamente. Que arda cuantas veces quiera que a mí, plin, pensarán.

La ira, el enfado, el desbocamiento de los sentimientos hasta límites casi incontrolables son aspectos relacionados también con el color rojo. Por favor, tracen mentalmente dos líneas, una que vaya desde el Arroyo al torreón de la Ronda del Caracol y otra que abarque desde la plaza San Juan hasta la Puerta de Rota. Intenten luego hacer un recorrido mental por esas líneas y sus alrededores e ingénienselas para no ver ningún rastro de destrucción, de olvido, de dejadez, de mala gestión al fin y al cabo. No pueden, ¿verdad? Pues aún tenemos que aguantar a personas que dicen que es perfectamente posible.

Tal vez, como me decía un buen amigo, si nos vestimos de penitente y no podemos mirar en derredor, pueda ser posible que así sea. No es ser negativos mostrar la realidad que sufrimos, el abandono al que está sometido el centro histórico. No es pérdida de orgullo, ni mucho menos, el enseñar las cosas tal como son, porque precisamente es que nos sentimos tan orgullosos de nuestro centro histórico, de vivir, o no, en él por lo que peleamos y no nos conformamos con presenciar su estado, como sí parecen que hacen otros. No es un tema tabú hablar de la ruina, porque es ese el calificativo apropiado, del centro histórico, salvo para el que quiera que Jerez siga siendo sólo bodegas o Real Escuela a efectos turísticos. No es pecado encenderte y enfadarte por lo que te duele y no permanecer impasible e indolente ante lo que ves día tras día.

El rojo es el color de la vergüenza, la que da ver cómo un partido que no gobernaba metía toda la caña del mundo y al verse en el poder te dice que no se puede estar proyectando mala imagen de la ciudad o que el que antes gobernaba y te decía eso, ahora que no lo hace mete toda la caña del mundo. Vergüenza por desengaño y desengaño por mentiras. Vergüenza por sufrir esa sensación de no tener tu casa en condiciones y no poder enseñársela a nadie o que te falten las palabras para intentar dar una explicación racional al que nos visita del porqué ese solar está así, ese palacio está arrumbado o aquella calle tiene más boquetes que un queso de Gruyere que se han tapado con asfalto.

El rojo es el color de muchas cosas buenas, pero también, como hemos visto, de otras que no lo son tanto, sobre todo aplicado a los sentimientos que genera la visión del estado de nuestro centro histórico. El rojo es el color de muchas cosas buenas, sí, pero aquí, en Jerez, cada vez en más difícil distinguirlo del negro, para desgracia de todos nosotros.

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