Las promesas de libertad de la revolución cubana se quebraron cuando el régimen decidió no celebrar elecciones generales arguyendo que la corrupción había prosperado en los gobiernos anteriores. 

Sin duda, la noticia de la semana ha sido la muerte de Fidel Castro, líder de la revolución cubana. Digo bien, la noticia de la semana, porque, para noticia del año, anda en disputa con el Brexit y la victoria de Trump. No obstante, la muerte de Castro ha recuperado para los medios el episodio histórico de la revolución cubana, sus luces y sus sombras, sobre las cuales creo oportuno realizar esta reflexión.

Todas las revoluciones tienen algo de épica romántica: romper con lo establecido, con la tradición, con aquello que nos oprime en lo más profundo de nuestro ser. El sentido de la revolución no es otro que operar un cambio fundamental. Por tanto, las revoluciones no pretenden derrocar y sustituir a un gobierno sin más, sino a todo un sistema de gobierno. Ahora bien, no hay dos revoluciones iguales. Cada una tiene su conjunto de factores políticos, sociales y culturales que la hace única y que convierte al propio concepto de revolución en algo discutible.

La figura de Fidel Castro y su revolución, a la que hay que sumar su gran icono, Ernesto 'Che' Guevara, ha fascinado desde sus inicios a una parte de la izquierda mundial (la marxista en particular, pero no exclusivamente), con especial relevancia en América Latina. La revolución, que pronto abandonó la senda democrática para adentrarse en la del socialismo real (comunismo), ha alcanzado dos grandes logros: la implantación de los sistemas universales de educación y sanidad. Y no se sabe cómo, esa mezcla de épica revolucionaria, antiimperialismo y estado del bienestar, aún hoy, sigue encandilando y sirviendo de justificación al régimen cubano surgido de la revolución.

Pero, en mi opinión, el valor de la libertad es superior a cualquier otro. Sin la libertad para poder expresar nuestro pensamiento por cualquier medio, para formar grupos de afines con los que compartir las propias ideas y para optar a los puestos de representación política en igualdad de oportunidades, no nos queda más que despotismo ilustrado. También en nuestra vieja Europa hemos sido capaces de montar estados del bienestar sin renunciar por ello a las libertades civiles y políticas.

La verdad es que, lo que empieza siendo un sueño revolucionario, suele terminar convertido en una pesadilla. Como en el cuadro de Francisco de Goya Saturno devorando a sus hijos, las revoluciones suelen devorar a los suyos. Para defender la propia revolución, se llega a aplastar todo atisbo de crítica, aunque esta no busque la caída de los que ocupan el poder, sino la mejora de las cosas. Las promesas de libertad de la revolución cubana se quebraron cuando el régimen decidió no celebrar elecciones generales arguyendo que la corrupción había prosperado en los gobiernos anteriores. En este asunto, Castro emuló a Lenin, quien ya había escrito en El Estado y la revolución que las elecciones solo sirven para decidir qué miembros de la clase dominante reprimirá y aplastará al pueblo por medio del parlamento. Está claro que eso es superfluo en un régimen comunista. En este tipo de régimen, no hace falta elegir a los represores. Ya están seleccionados desde el principio.

Hoy, según el filósofo Byung-Chun Han, las revoluciones ya no son posibles porque el poder estabilizador del sistema neoliberal imperante ya no es represor, sino seductor. Quizás tenga razón. Quizás ya no son posibles revoluciones de un alcance emancipador global en nuestro mundo occidental. Pero eso no quita que siga habiendo causas por las cuales merece la pena luchar. Revoluciones habrán de venir, pero como gestos de disconformidad personal con los abusos de poder y las injusticias.

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