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Necesita volver, pero a la vuelta no encuentra su Madrid. No hay esperanzas de reencontrarlo social y culturalmente y esa soledad no se le cura.

Nunca nadie más perdido que quién no encuentra acomodo en clase alguna. Los de alrededor se les quedan cortos y con los que ansía asimilarse pasan de largo. No hay niñas adecuadas para jugar con ella que para colmo es hija única. Así la condena la madre a la soledad.  Siempre el peso de la sociedad, la misma que le busca destino en el matrimonio. A los veinte se casa y hasta los cuarenta y tres no crea a su alter ego. Encarna Aragoneses sólo queda para el círculo estrecho, a partir de entonces para el mundo es Elena Fortún. La que entrega a todas las niñas la mejor amiga, la rebelde Celia. 

La razón que emplea esta chiquilla de familia burguesa, evidencia el absurdo de los convencionalismos sociales. Vive Elena con Celia aquellos años que desembocan en la II República. Cuántos sueños de libertad para la mujer atesora Elena en ese Madrid republicano que romperá la guerra. El horror de los bombardeos acaba con la imaginación y la inocencia de su protagonista literaria. Su final las empuja a salir del país y el exilio argentino no será bueno para ninguna. La joven Celia no estudiará Derecho, ni será bibliotecaria, se conformará con ser institutriz y renunciará a ella misma en un triste matrimonio que no desea. Celia es ya Encarnación, apenas le queda nada de Elena.

Fortún necesita volver, pero a la vuelta no encuentra su Madrid. No porque su casita de Chamartín esté en ruinas, es que no hay esperanzas de reencontrarlo social y culturalmente y esa soledad no se le cura. Al menos puede vivir de escribir, semanalmente salen las aventuras de  Mila y su perro Piolín perdidos por esa nueva España, como Elena. A los tres sólo les queda una oportunidad de regresar al paraíso infantil, alcanzar Segovia. El pueblo de sus abuelos donde pasaba sus veranos aquella niña sola. 

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