Vista de Jerez desde el Alcázar en un grabado de época decimonónica.
Vista de Jerez desde el Alcázar en un grabado de época decimonónica.

Hoy quiero reivindicar la figura de Ramón de Cala y Barea como defensor de la igualdad laboral de la mujer hace ya más de un siglo. Este político que nos honró con su vida, su pensamiento y su obra, sobresalió además, en la segunda mitad del XIX, como poeta, periodista y ensayista. Nació en 1827 en Jerez, ciudad de la que fue alcalde y concejal, y murió en la miseria en 1902. Socialista y luchador, profundo amante de la justicia, aunó la utopía fourierista con la acción, ya que fue Presidente de la Junta Revolucionaria de su ciudad natal en 1868, a raíz de la sublevación contra Isabel II. Las principales medidas que tomó esta Junta fueron de tipo económico y social, por ejemplo el desestanco del tabaco y la sal y el control sobre los productos de primera necesidad como el pan o la carne.

En 1869-1971 Ramón de Cala fue diputado y senador en las Cortes Constituyentes y más tarde en las de la primera República de 1873-74, en las que presentó un proyecto de Constitución Federal que incluía también un  marco de autonomía andaluza. Fue además un claro precursor de la idea de la universalidad de los derechos humanos y un promotor constante de la educación pública, pues potenció el entonces Instituto Provincial San Juan Bautista de la ciudad y defendió la necesidad de crear una Biblioteca popular, que acabó materializándose en 1873.

La época que le tocó vivir, llena de vaivenes políticos, estuvo dominada por la corrupción, el caciquismo, el paro, la hambruna y por la continua represión de los movimientos de protesta obreros o campesinos: recordemos en Jerez los sucesos de “La Mano Negra” en 1883 o el asalto campesino en 1892.

Ramón de Cala. Foto: entornoajerez

En este momento la sociedad jerezana estaba conformada por un pequeño grupo, la alta burguesía, en que se integraban los grandes propietarios de la tierra, los exportadores de vinos y buena parte de la nobleza, que ocupaban tanto los cargos municipales como los parlamentarios y vivía en casas-palacio, y, en el otro extremo, el proletariado urbano y rural. En este último grupo destacaban por su número los jornaleros agrícolas y les seguían los sirvientes y artesanos. Estaban luego los obreros industriales, todavía una minoría, la llamada “aristocracia obrera”. La pequeña burguesía, a la que por nacimiento pertenecía Ramón de Cala, era prácticamente inexistente.

La clase trabajadora se hacinaba en casas de vecinos, trabajaba muchas horas (cuando se la contrataba) por salarios de miseria y vivía de la caridad y de los “repartos” del Ayuntamiento en épocas de carestía. Pero pronto toma conciencia de clase y se integra sobre todo en grupos anarquistas. Es precisamente a fines del siglo XIX cuando el “problema obrero” o “la cuestión agraria” se convierte en uno de los principales problemas políticos del país. Novelas como “La tribuna” (1882), de Emilia Pardo Bazán, “Misericordia” (1897), de Benito Pérez Galdós, y, sobre todo en lo que se refiere a Jerez, “La bodega” (1905) de Vicente Blasco Ibáñez, nos informan de manera muy gráfica sobre la penosa situación de los trabajadores y de las clases más desfavorecidas de la sociedad en este momento histórico.

Precisamente es en 1884 cuando Ramón de Cala publica “El problema de la miseria”, respondiendo a una propuesta de 1883 del gobierno liberal de Sagasta bajo el reinado de Alfonso XII: crear una comisión para estudiar la situación de las clases obreras, “tanto agrícolas como industriales”, con el fin de intentar mejorar sus condiciones de vida mediante la redacción de una ley que supusiera la solución definitiva del problema. Un problema que naturalmente para las clases pudientes era sobre todo de orden público.

Puesto que la figura de nuestro jerezano era de sobra conocida en la provincia de Cádiz como defensor de la clase trabajadora, la comisión Provincial, además de solicitar la de otras muchas personas y entidades, lo invitó a dar también su opinión. A pesar de estar enfermo y de no tener fe en la política represiva ni reformista de la cuestión social, a su juicio insoluble dentro del marco del capitalismo, en pocos meses Ramón de Cala escribió el informe más voluminoso de cuantos se presentaron. En él hace una descripción de la clase obrera  tal y como se encontraba en medio de la crisis económica finisecular y de la del sector vinícola de Jerez, para adentrarse al final en una posible solución, que para él era la creación de un falansterio, siguiendo las ideas societarias del francés Charles Fourier.

De este informe entresacamos el capítulo VII, dedicado al trabajo de las mujeres, que entonces no tenían acceso -éste fue algo simplemente anecdótico en el siglo XIX- a la educación secundaria ni universitaria, lo que hubiera sin duda ampliado y mejorado sus horizontes laborales. Las formulaciones de Cala sorprenden por su humanidad y por su actualidad:

Por una regla insostenible en el sentido de la justicia y explicable por el hecho de que los hombres mandan, la pobre mujer se encuentra deprimida en la sociedad. Sus derechos están negados en algunos países, y disminuidos aún en los que de civilizados se precian. Viven en un género de sumisión, que difiere poco de la servidumbre, templada solo por la galantería.

Con la palabra “galantería” sin duda se refiere al paternalismo con que se trataba entonces, y se trata todavía hoy, al considerado “bello sexo”, en lugar de respetar sus genuinos derechos.

Reconoce a continuación que la mujer, igual que el hombre, es un instrumento de producción, porque lo es de trabajo, pero que la mayoría de las ocupaciones están en manos de los hombres, quedando ella relegada “a los servicios domésticos y a pocas funciones más”. Y añade a continuación, con un cierto rasgo de humor al final :

Sobre todo, para colmo de la injusticia, se retribuyen menos, mucho menos, sus trabajos que los que el hombre ejecuta absolutamente iguales: el sastre gana doble que la costurera; el criado más que la criada. Es un lujo el sirviente masculino, y se le hace como decoración ostentosa, sin embargo de que es más feo.

Efectivamente, el servicio doméstico fue la ocupación que más personas empleó en todos los países europeos en los siglos XVIII y XIX, y probablemente la que más creció en el XIX. En el siglo XVIII había sido una ocupación mayoritariamente masculina, pero en el XIX los hombres la fueron abandonando por otros empleos con mejores salarios y más libertad de movimientos. De manera que este tipo de trabajo se feminizó y sirvió sobre todo a las muchachas campesinas de vía de entrada a la ciudad.

Además de crecer la demanda en esta centuria, las formas de servicio doméstico se diversificaron. Por ejemplo, la costura, el lavado y el planchado de ropa, el peinado, etc, que antes hacían los criados que vivían en las casas de la alta burguesía o de la nobleza, ahora pasan a desempeñarlos mujeres y hombres que viven en sus casas y trabajan para varios clientes, aunque las trabajadoras aparecen en los censos sólo como “amas de casa” o dedicadas a “sus labores” y, como asegura Ramón de Cala, cobraban menos que sus colegas hombres. Para más inri, tanto padres como maridos podían disponer libremente de los salarios de sus hijas y/o compañeras.

Sigue incidiendo después Cala en la dificultad para las mujeres de encontrar trabajo y en lo miserable de su retribución, —muchas veces sólo en especie—, lo que las llevaba en no pocas ocasiones a la prostitución:

...y vienen a parar a esos lupanares de donde salen devoradas por la enfermedad y por la miseria, para morir en los hospitales solas, tristes y maldecidas.

          Esta otra actividad “de servicios” la conocemos para esta época gracias a los trabajos de médicos e higienistas. Según el doctor Sereñana, en 1877 en Madrid, con 400.000 habitantes, había 17.000 prostitutas registradas, y en Barcelona, en 1881, más de 6.000. A juzgar por las palabras de Cala, el número de prostitutas debió ser también bastante alto en nuestra ciudad a fines de la centuria. Aparte de las razones, ciertas, que da nuestro político, muchas de estas mujeres procedían del servicio doméstico y habían llegado a la prostitución al quedarse embarazadas, con frecuencia por algún hombre de la familia para la que trabajaban, y ser despedidas. La mayoría vivían en condiciones infrahumanas y morían jóvenes por la sífilis y la tuberculosis, aspectos de los que él se lamenta profundamente. Sostenía que a esta situación no se llegaba sino “para granjearse la subsistencia” y que era verdaderamente desoladora.

Vuelve luego a hablar de la situación de las mujeres de vida “normal”, y afirma:

En ciertos casos los capitalistas especuladores procuran servirse de las mujeres en determinadas faenas, no por un sentimiento de equidad, sino por el aliciente de la economía.

            Parece a primera vista que la mujer debía aceptar, y que aceptara con el beneplácito y aún la satisfacción de su esposo o de su padre, pero no sucede así; unos y otros se oponen, y lo hacen con razón, porque trabajando la mujer recibe salario más reducido; y como en conjunto no se aumenta el trabajo general y el hombre tiene que resultar sobrante en la misma proporción que la mujer se ocupe,viene la familia a sufrir en los resultados de la concurrencia y a perder en los ingresos totales.

          Precisamente el que a las mujeres se les pagasen salarios mucho más bajos que a los hombres explica que éstos vieran la mano de obra femenina como una amenaza. De ahí que las organizaciones de trabajadores reivindicaran a finales de siglo un “salario familiar” para los hombres que les permitiese mantener a sus mujeres, para que se dedicaran al trabajo doméstico, el que por naturaleza les correspondía, y para que sus hijos -que muchas veces se veían obligados a empezar a trabajar en el campo o los talleres a edades tan tempranas como los 6 años- acudieran a la escuela. Los niños, a cuya situación dedica Ramón de Cala el siguiente capítulo de su informe, el VIII, eran también masivamente contratados por salarios que solían ser la mitad de los de los obreros varones adultos, si no menos.

Por otro lado, la Junta revolucionaria de Jerez había decretado, además de las medidas más arriba indicadas, que se contratara a los jerezanos antes que a los forasteros. Un mecanismo para impedir la subida de los jornales agrícolas en los “picos” de fuerte demanda era, en efecto, el recurso a los trabajadores inmigrantes que recorrían cada temporada en cuadrillas largas distancias para segar o vendimiar en otras regiones, migraciones de las que, por decreto de obispos e intendentes, estaban excluidas las mujeres, ya que se consideraba inmoral su vagabundeo por los caminos y su convivencia con los hombres. Ellas serán, como dice C. Sarasúa, durante todo el siglo XIX, “las pobres entre los pobres”.

Incluso la Ley de Orovio de Instrucción Primaria (1868), que establecía la posibilidad de una enseñanza elemental de orientación hogareña para las niñas y por supuesto segregada, admitía un profesorado femenino para este tramo de docencia, pero establecía que las maestras recibieran, sin justificación alguna, un tercio menos de salario que los maestros varones.

Hasta la Constitución de 1978 no se reconocerá el derecho al trabajo para todos, tanto hombres como mujeres, y no defenderán los sindicatos por igual el empleo masculino y el femenino. Derechos que siguen siendo en gran medida teóricos y que no se cumplen en la práctica, como demuestra que el pasado febrero el gobierno anunciara un decreto sobre igualdad laboral que a día de hoy sigue paralizado.

Por eso las últimas palabras de Ramón de Cala en el capítulo VII de su informe resultan premonitorias y reflejan la enorme sensibilidad de un hombre más avanzado en sus ideas que muchos de nuestra época:

De aquí que la iniquidad se perpetúe, sin que se alcance remedio, hasta el día, remoto quizás, en que los derechos sean derechos humanos, no de casta, clase ni sexo, y comprendan a las mujeres al igual que a los hombres.


Fuentes:

Ramón de Cala. “El problema de la miseria resuelto por la armonía de los intereses humanos”, Madrid, 1884. Reedición facsímil del Ayuntamiento de Jerez, 2002.

José Joaquín Carrera Moreno. “Introducción”, pp. V-VIII, op.cit.

Ricarda López González, “El Jerez que vivió Ramón de Cala (Una aproximación a la historia de Jerez de 1827 a 1902)”, pp. IX-XXVI,  op.cit.

Ramón Clavijo Provencio, “Ramón de Cala y los orígenes de la primera Biblioteca municipal andaluza”, pp. XXVII- XXXII, op.cit.

Manuel Ravina Martín, “ Ramón de Cala y un plano del falansterio (1884)”, pp. XXXIII-XLV, op.cit.

https://www.academia.edu/2609981/Las_mujeres_y_el_trabajo_hacia_fines_del_siglo_XIX_y_principios_del_XX

Carmen Sarasúa, “Trabajo y trabajadores en la España del siglo XIX”, Universidad Autónoma de Barcelona, en: http://www.heconomica.uab.es/papers/wps/2005/2005_07.pdf

https://personal.us.es/alporu/historia/mujer_educacion.htm

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