Que entren los ladrones

oscar_carrera-2

Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

lectura.jpg
lectura.jpg

El sábado fue el Día del Libro y las sufridas editoriales y librerías de nuestro país se frotaron las manos. He de confesar que no acostumbro a regalar libros porque siento que pongo al beneficiario en el compromiso de leerlos. Además de que, para eso, prefiero prestarlos; no vaya a ser que me los devuelvan. Los regalos que me gustan se reducen a trivialidades momentáneas como un dibujo, unas migajas de pan, un puñado de tierra o, mejor aún, nada. La fiebre de los regalos es una forma,  una entre muchas, de la protocolización del afecto. E incluso cuestan dinero.

Lo que importa retener, lo incuestionable, es que un libro aporta algo a tu vida de algún modo. Es enriquecedor, un libro. Una fuente de sabiduría y experiencia. Una aventura trepidante. Algo que nos facilita dotar de esqueleto a nuestras opiniones y apuntarnos victorias de Trivial. Pero los grandes libros no son los que aportan conocimientos o vivencias al nutrido caudal del lector. Los mejores son los que privan, los que restan. Los que nos someten a un atraco con agresión. Los que se llevan consigo convicciones, imágenes y sensaciones preconcebidas. No los que uno absorbe, sino los que le absorben a uno. Convirtiendo lo claro en oscuro, lo familiar en extraño, el axioma en hipótesis. El rostro en máscara. La máscara en rostro.

No hay mejor regalo que un robo. Si el objeto sustraído se reveló prescindible, habrá sido una bendición del cielo descubrirlo. Si era indispensable, ¿cómo diantres la vida sigue? Las tres veces que he visto desaparecer mi esmarfon (así se llaman, ¿no?) han sido tres escenas sublimes. Era una identidad la que se iba con ellos, una forma opresiva de estar en el mundo. La primera estuvo a punto de caerse por la borda del Catamarán. Cometí el error de retener ese robot del demonio para no verlo hundirse en las aguas procelosas de la Bahía. “Entre navíos fenicios”, fantaseaba un amigo mío. La segunda, lo confieso, se me cayó al váter. Todavía tuve la necedad de socorrerlo, desoyendo la señal. A la tercera lo solté de verdad. Y, créanme, se vive.

Propongo despilfarrar el dinero de todos en una rotonda, o dos, para homenajear a todos aquellos ladrones que nos privaron de lo innecesario. Que se escaquearon por el patio trasero congratulándose de un botín que la mañana siguiente no echamos en falta. O que, por alguna razón, nos dio pereza reponer y tan panchos. Y, si de verdad fuimos tan tontos como para reponerlo, les invito a volver. No aprendimos la lección, maestros. Llévenselo todo esta vez. Pero déjennos la cabeza sobre los hombros para que podamos contemplar su magnum opus. Y un par de libros para avivar el fuego en invierno.

Archivado en:

Si has llegado hasta aquí y te gusta nuestro trabajo, apoya lavozdelsur.es, periodismo libre, independiente y en andaluz.

Comentarios

No hay comentarios ¿Te animas?

Lo más leído