El pasado sábado Antonio Muñoz Molina publicó en el diario El País un alegato a favor de la educación pública, de una educación accesible a todos, porque es de justicia, pero también porque genera una sociedad rica y unos ciudadanos preparados que contribuirán a la construcción de un país fuerte. Él sabe bien, por experiencia propia, de la generosidad que nace del conocimiento. Nada en su discurso me sorprende ni rechina, su propuesta forma parte de su ideario, con el que comulgo.
Lo que me ha desconcertado es mi propia sorpresa ante el retrato, en este Antiguos becarios, de aquella España de su infancia, pobre y dura por los cuatro costados. Casi la había olvidado. Pero es que son muchos los años que llevamos asistiendo a ese afán de edulcorar la dictadura, a neutralizarla desprendiéndola de contenido político, igual que se deshidrata la leche en polvo. Porque, en opinión de algunos interesados, traer a la luz aquella España de miseria no es sino un reproche de la izquierda a la derecha, y porque los nuevos españoles, ya acomodados, prefieren ignorar que fuimos pobres, ¡qué vergüenza!
Me preguntaba mientras dibujaba en mi cabeza las palabras de Muñoz Molina ¿cuántos españoles de hoy conocen aquella España nuestra de los 60 y 70 que cantaba Cecilia? Porque hasta a mí, que viví los últimos años del franquismo, y aún recuerdo la pobretería y el olor a miedo de los mayores, se me había olvidado que Muñoz Molina, un hombre de nuestro tiempo, había vivido su infancia y juventud en aquella España gris y pobre. Así fue nuestro siglo pasado, no se refería el autor a otro país que hoy bien pudiera estar en guerra.
Quienes han crecido con series del tipo Amar en tiempos revueltos, por poner un ejemplo contundente, han recibido una visión dulce (reinvención) de corte romántico-nostálgica sobre la dictadura de Franco. ¿Cómo identificar ese cuadro desolador de Muñoz Molina con la entrañable estampa de la ficción? En los últimos tiempos, estamos siendo bombardeados con imágenes paternalistas, donde la represión era simplemente no poder besarse en público o las protestas, rabietas infantiles que el régimen aplacaba en pos de la seguridad ciudadana. Una sociedad envuelta en celofán de felicidad naíf donde las gentes de buen corazón, tan bien vestidos todos, vivían en casas amplias y luminosas, porque la pobreza era limpia y olía a lejía. En definitiva, no había mugre, para eso se vivía de espaldas a los asuntos políticos.
El cuadro de Muñoz Molina será interpretado por muchos como algo puntual que se daba en las clases desfavorecidas, aunque en realidad era esa la situación generalizada de nuestro país donde la memoria honesta no nos habla de paredes de cal blanca refulgente ni de la felicidad ingenua de campesinos y obreros, sino de la escasez, de las pulgas y las chinches, de la precariedad material, del destino marcado, del miedo. Pero también, por suerte, de la esperanza que, después de más de tres décadas de dictadura, algunos vislumbraron en la educación y la cultura. España salió de la miseria material y mental gracias a los hombres y mujeres que se formaron académica y profesionalmente en aquellos años de desarrollismo, cuando las becas y un ambiente que favorecía aquellas aspiraciones a estudiar propiciaron y permitieron el ascenso tímido en número de las clases bajas y medias, gentes que se comprometieron con el progreso de su país.
Aquella victoria social que anteponía el conocimiento al dinero la estamos perdiendo. Edulcorar, que no es otra cosa que falsear, nuestra propia historia, no es una práctica inocente ni gratuita. Desprestigiar la cultura es tan efectivo como aquel lema de divide y vencerás, que sirve en definitiva para hacer más ricos a unos pocos y más desvalidos a los que no reciben una educación completa y basada en la verdad. Sin duda es el momento de rescatar valores de ayer, pero de un ayer más cercano, de cuando creíamos en el poder de la educación (universal y gratuita) y la verdad, sin miedo a reconocer los horrores de nuestros mayores.
