Volvimos de Madrid satisfechos: ya teníamos piso para nuestro hijo estudiante. Nada más entrar supimos que era el elegido: no solo por estar bien comunicado, rodeado de zonas verdes, luminoso o con cierres nuevos sino especialmente porque tenía sala de estar. No es broma, por fin veíamos uno en que el salón no había sido convertido en dormitorio.
No se trataba de suerte, sino de conciencia de sus dueños que la habían considerado imprescindible para la convivencia de sus tres inquilinos, que compartirían además una moderna cocina, un baño y un aseo. La búsqueda de una habitación en Madrid ha llegado a ser angustiosa: todos eran pisos convertidos en cubículos con derecho a un baño y un aseo, una cocina y un pasillo compartido con otros 5 compañeros. Hemos visto pisos más parecidos a una prisión que a una vivienda, con cerraduras en todos los dormitorios, con posibilidad nula de hacer un hogar, y unos precios por habitación, que no por piso, que suponen la mitad del sueldo mínimo interprofesional.
La situación no responde a la oferta y la demanda, sino a la codicia de un aparente nuevo grupo social que se está generando en torno a la vivienda. Son los sempiternos rentistas de nuestro país. Un espécimen que peca, por su propia naturaleza, de avaricia y pereza, pues pretende un sustento sin esfuerzo a partir de una posesión, sin importarles el coste social que su acción produce.
Si Molière escribiera hoy El avaro, Harpagón no sería un usurero, sino un arrendador. Como aquel, carece de empatía, convencido de que la rentabilidad exime del delito. Uno de los varios agentes inmobiliarios que nos mostraban cuevas por viviendas nos daba razones sociológicas para este nuevo concepto de casa: los jóvenes de hoy, tan individualistas y huraños que prefieren encerrarse en sus dormitorios con el móvil, les hacen perder dinero a los propietarios, entiéndanlo, son 500 euros menos al mes.
Pero nos resultaba imposible mirar con ojos del Tío Gilito. ¿Se habría planteado la posibilidad de vivir él en esas condiciones? Cada día encerrarse en una habitación de pocos metros, atento al ruido del baño o la cocina para salir de la guarida a preparar la comida o ducharse, retirar los libros de la mesa de estudio y, en su lugar, poner el plato de cocido, escabullirse por el pasillo evitando a los compañeros con los que no convive, estar de paso meses y meses, pagar por una cama, no por un hogar de estudiante. Pedro vivirá en un piso con sala de estar. Porque dimos con unos propietarios para quienes el beneficio económico no lo es todo. Solo la ética nos protegerá de la avaricia.
