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Y entonces me di cuenta que mis propósitos (que aunque no los hago, inconscientemente todos los tenemos ahí) son siempre “más”.

Con el comienzo de un nuevo año todos nos volvemos locos con los propósitos. Los de siempre: dejar de fumar, hacer ejercicio, comer mejor, leer más. Como si el 1 de enero fuera una especie de súper lunes, para el que dejamos todos los cambios importantes. 

En mi caso, ningún año me he planteado propósitos de Año Nuevo porque sé a ciencia cierta que no los cumpliría. Además, el 1 de enero siempre estoy demasiado cansada para siquiera pensar en ello, para qué nos vamos a engañar. Como muchos de vosotros, supongo.

Pero este año me he hecho uno, muy obsesivo, pero bueno, es un propósito al fin y al cabo. En 2016 comencé a apuntar todos los libros que leía, y el día 30 los conté. 31 en todo el año. Parece una tontería, pero creía que iban a ser muchos más y quedé un tanto decepcionada conmigo misma. 

Así que me hice uno, muy típico: leer más. Pero no leer más a secas, sino leer mejor; es decir, desembarazarme sin tapujos de aquellos libros que me aburran, a los que me cueste engancharme; no sentirme obligada a acabarlos; devolverlos sin remordimientos a su sitio en la estantería o en la biblioteca. Y es que la mayoría de nosotros, los lectores, tenemos una extraña manía a acabar cada libro que empezamos sea como sea. ¿Por qué? Con todos los libros maravillosos que hay esperándonos... Nunca más, me dije. 

Y entonces me di cuenta que mis propósitos (que aunque no los hago, inconscientemente todos los tenemos ahí) son siempre “más”: leer más, ver más cine, ver más series, viajar más, amar más, conocer más, caminar más. Saber más. Vivir más. ¿Quién no va a cumplir un propósito así?

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