¿Un nuevo desorden mundial? (y II)

El populismo imperante consiste, en pocas palabras, en señalar problemas existentes (por eso se ganan los comicios), proponer soluciones simplistas o directamente imposibles

Donald Trump, en una imagen de sus redes sociales.

Cuando terminaba el siglo XX, tras la caída del Muro de Berlín, el politólogo e historiador norteamericano Francis Fukuyama declaró el Fin del Historia de la lucha entre ideologías, dando por vencedor al modelo político y económico de Libre Mercado. En aquel nuevo Orden Mundial, la potencia vencedora de la Guerra Fría, EEUU, se ofrecía – no de forma altruista – como impulsor de la Democracia Liberal y de la Globalización Económica, y también en dinamizador de la nueva revolución tecnológica. Todo ello en una continuidad formal de las instituciones y de muchos de los planteamientos estructurales conformados tras la IIGM.

Tres décadas más tarde, podemos estar seguros de que, siendo cierto que las utopías que Fukuyama consideraba derrotadas no han retornado, la Historia no ha terminado, y mucho menos la de las ideologías. Las debilidades acumuladas que el orden unipolar ha ido creando, junto a otras causas, entre las que seguramente habría que incluir las sucesivas crisis recientes, así como el cambio de forma de las relaciones sociales y de conformación de la opinión, han sido caldo de cultivo para el arraigo del populismo. La gran sorpresa ha venido, precisamente, en forma de la victoria sin paliativos de esos planteamientos populistas en los propios EEUU, presunto garante de la democracia liberal.

El populismo imperante consiste, en pocas palabras, en señalar problemas existentes (por eso se ganan los comicios), proponer soluciones simplistas o directamente imposibles, por supuesto sazonadas con dosis adecuadas de nacional-supremacismo, siempre buscando responsables ajenos a los males propios y un pretendido y meditado desprestigio de las instituciones. Mientras, en el río revuelto gana, y mucho, una determinada oligarquía sin escrúpulos próxima al poder que ahora cuenta con formas sutiles de control social. La escritora estadounidense Siri Hustvedt, Premio Princesa de Asturias de las Letras de 2019, se preguntaba recientemente si esta no era más que la nueva cara del fascismo, cien años más tarde del original.

El primero, y muy ruidoso, de los actos protagonizados por el nuevo ejecutivo norteamericano ha sido declarar una guerra arancelaria, que ha generado una natural preocupación. Independientemente de lo burdo, y hasta sonrojante, de la puesta en escena – que califica a los personajes – lo cierto es que ha provocado que la incertidumbre haga mella no sólo en el mundo económico, sino también en el ciudadano común. Ya en el siglo XIX, el economista David Ricardo explicó los efectos del proteccionismo llevado al extremo. En la actual coyuntura, serán inexorablemente negativos para los propios EEUU, agravados por unas formas empleadas por su gobierno que supondrán un plus de desconfianza que será difícil de gestionar y que tendrá coste que ya se está empezando a percibir.

La estrategia general de Donald Trump puede no casar con la racionalidad económica, pero responde a un programa populista que estaría cumpliendo. Sus tácticas, sin embargo, aparentan ser directamente improvisadas, descabelladas, y carentes de todo fundamento. Y, además, afectarán a todos los ciudadanos, incluidos aquellos de los que recibe su simpatía inicial. Un ejemplo: siendo la mayor parte de sus cuestiones comerciales – y no comerciales – con China ¿cómo se puede explicar que se enajene Trump de una tacada a sus vecinos regionales, a sus socios asiáticos, y a la Unión Europea, cuando más necesitaría su alianza y su apoyo ante la disputa con el gigante asiático?

Cambiando nuestra perspectiva a las relaciones internacionales, el multilateralismo, tantas veces reclamado, sigue estando por desarrollar y por asentarse como forma de relación entre los distintos países y las diferentes regiones mundiales. La consolidación, más que auge, de la propia China como superpotencia, sin perjuicio de los problemas de desaceleración de su economía – asunto no menor de futuro – ha supuesto el desplazamiento del foco de atención de las grandes potencias a la zona de Asia-Pacífico, planteando una serie de rivalidades en materia económica, de desarrollo tecnológico y de influencia. Estas rivalidades tienen mucho riesgo de trasladarse al ámbito militar en áreas especialmente calientes.

Otros países tienen aspiraciones como potencias emergentes. El papel de India, Brasil o México será clave. Al igual que el futuro de Rusia como auténtica potencia militar tras la invasión de Ucrania, y su insistencia en aspiraciones imperiales, que siguen amenazando a Europa. También habrá que considerar el papel de Turquía y de Irán, así como la situación en la península Arábica o, en estos días, en el subcontinente indio. Las dinámicas de Oriente Medio continúan generando terribles dramas humanos, que nadie remedia, dejando en la impunidad actuaciones que deberían ser objeto del más absoluto rechazo. África, finalmente, se constituye como un ámbito de futuro, con potenciales crecimientos económicos importantes, pero con una explosión demográfica evidente y donde, además de conflictos armados de primera magnitud, que desgraciadamente parecen ajenos a la atención del que aún denominamos primer mundo, se está desarrollando una intensa batalla de unos y otros por ganar posiciones.

Varias de esas de las nuevas potencias están gobernadas por regímenes no democráticos, o que, siéndolo nominalmente, no merecen el calificativo de tales, y las que tradicionalmente han sido referentes de la democracia como sistema garante de derechos y de participación de sus ciudadanos, están en riesgo ante las mismas dinámicas, con sociedades atenazadas ante la idea de caer – de haber caído – en el desorden.

Son muchos los vectores a considerar. A la complejísima perspectiva descrita habría que incorporar, como elemento concurrente, la lucha por el liderazgo tecnológico, que se ha mostrado como auténtico medio de control social, con fortísimas implicaciones económicas, además de ser el espacio de las batallas ideológicas actuales.

¿Quién gana con la aceleración de la incertidumbre? ¿Sabemos quién está detrás? Con una finalidad declarada, se cuestiona todo lo que no vaya en favor de determinados intereses – demasiado personales a veces – y, ante la inanidad de los planteamientos más centrados, estas fuerzas perversas extienden su capacidad de influencia. La empatía y la bohonomía – la fraternidad, en definitiva – están en desuso, y lo evidente se cuestiona poniendo en grave crisis valores que entendíamos consolidados, racionalmente connaturales a la persona y que eran definitorios de los sistemas democráticos. Los jóvenes, es decir nuestro futuro, observan la situación con desaliento y desconcierto.

Y en todo esto, ¿cuál es – cuál será – el papel de Europa? ¿Tenemos algo sustantivo que decir?