El respeto a las instituciones

La novedad es que actualmente se ha perdido el rubor y, con ello, cualquier límite en la exposición de planteamientos que hasta hace poco eran considerados inadmisibles por afectar a la convivencia

Una persona ejerciendo su derecho al voto en una imagen de archivo.

El sentido de lo común debe estar asentado en principios básicos respetados y asumidos por todos. Principios que son la base de la convivencia, del sentido de estado y de las relaciones sociales; que legitiman la confrontación de ideas con la finalidad de ofrecer alternativas que sean soluciones a los problemas que afectan a la ciudadanía. ¿Hemos perdido ese sentido de lo común?

Sería ingenuo pensar que los intereses espurios son cosa exclusivamente del presente. Siempre han existido y han movido la política, la economía y, por supuesto, las relaciones humanas. La novedad es que actualmente se ha perdido el rubor y, con ello, cualquier límite en la exposición de planteamientos que hasta hace poco eran considerados inadmisibles por afectar a la convivencia. La quiebra, incluso, del trato educado que debe exigirse a las relaciones personales, y más a quienes pretenden tener un rol público de liderazgo, se está convirtiendo en una constante que es proporcional a la buscada e intencionada polarización de la sociedad.

La democracia también se asienta en una serie de principios relativamente simples en su concepción. Quizá el que debería ser más definitorio es la participación del pueblo como soberano, lo que requiere de unos presupuestos elementales, como son la necesaria preservación de los canales a través de los cuales se debe desarrollar esta participación, que las más de las veces tiene (y debe tener) una perspectiva colectiva. Más allá de las posibilidades formales que la normativa vigente otorga a los ciudadanos individuales, y del deber de transparencia de las administraciones y entidades sostenidas con fondos públicos, la Constitución encomienda a partidos políticos, a organizaciones sindicales y asociaciones empresariales la función de conducir esta participación, tanto a nivel general como, en el caso de estas últimas, para la defensa de los intereses que le son propios.

Pero también es esencial el respeto a las instituciones. Las instituciones conforman el estado – SON el estado – y, a la vez, son instrumento básico a través del cual se articula cualquier sistema verdaderamente democrático. El respeto que merecen es, pues, un aspecto ineludible, como lo es (o lo debería ser) asegurar el mandato constitucional de que tanto partidos políticos como sindicatos y asociaciones empresariales tengan un funcionamiento democrático. Si la democracia representativa está en crisis es, en gran medida, porque estos elementos también lo están.

La progresiva y acelerada transformación de los partidos en meras plataformas electorales, en favor de una persona líder que controla todos los resortes internos, en ocasiones apoyados o controlados, como en Estados Unidos, por una oligarquía económica solo preocupada por sus intereses concretos, es un riesgo recurrente que muestra la debilidad del sistema democrático. Una debilidad acrecentada por la desafección (sin duda, también provocada) de la ciudadanía media.

Se crea un contexto en el que los debates de fondo sobre los temas que afectan a la sociedad (cuando se dan) son banalizados. Solo se busca la inmediata rentabilidad demoscópica del momento, la gestión del olvido y la minimización mediática de los riesgos reputacionales. Recientemente, además, se gamberriza la puesta en escena, acción apoyada por una clac que mantiene la tensión emocional ajena a cualquier razón (como si la razón estorbara) para la que viene muy bien un estado de ignorancia al que ya nos hemos referido en otras ocasiones. Obviamente, la forma más abyecta de utilización perversa de los partidos, como es la corrupción, no hace más que incidir en la vulnerabilidad del sistema porque es obviamente más sensible, no porque la corrupción sea precisamente ajena a las dictaduras y las autocracias, y es precisamente aprovechada por las propuestas más populistas para cercenar la confianza en el modelo.

Estos problemas se agravan particularmente cuando resultan afectadas las instituciones. Como decíamos, estas son la base del estado y, por tanto, del contrato social en que se basa la convivencia de ciudadanos auténticamente libres. Ello no implica que estén exentas de la crítica. Obviamente, su funcionamiento debe someterse al escrutinio riguroso de la ciudadanía, a la que en última instancia siempre han de rendir cuentas. Pero más allá de esta crítica saludable y necesaria, el respeto a su integridad, a las funciones que les competen y a su independencia y autonomía cuando legal o constitucionalmente estén previstas, es ineludible. La confusión del desarrollo de las funciones propias supone directamente la ruptura de los equilibrios constitucionales y, por consiguiente, de las referidas normas básicas de convivencia.

Tal confusión puede ser provocada o no; puede venir de injerencias externas; pero también deriva de inadecuadas actuaciones propias en relación con las funciones y los roles que les corresponden. Las instituciones también se han de hacer respetar, y la forma más elemental de conseguir este respeto es cuidar su integridad, incluso a través de preservar cualquier atisbo de duda sobre el desarrollo adecuado de sus funciones y de su referida independencia y autonomía. Si esta se asocia a una mera lucha de poder o influencia, si pierden o ponen en riesgo su integridad o si, directamente, se confunde el interés general, que deben hacer valer, dan lugar a un estado de desconfianza que horada aún más los fundamentos de la democracia.

Son los riesgos del sistema político más complejo, pero también del más igualitario, del menos perverso, del que permite unos derechos y libertades que necesitan ser preservados en la misma medida que requieren la observancia de unos deberes elementales en favor del bien común. Lo contrario es el populismo, la autocracia y el sometimiento general del bien común a los intereses de una oligarquía sin escrúpulos. Oligarquía que pretende cercenar la posición del pueblo en la definición de su forma de gobierno natural y, por ende, de su propia posición jurídica.