Sin la exigencia de un mínimo de probidad y de decencia en los gestores públicos no es posible conformar y llevar a la realidad una idea de país. Decía Séneca que habría que atender primero a lo imprescindible y después a lo necesario. Situaciones como las que estamos viviendo en los últimos días implican relegar, de nuevo, los temas que requerirían verdaderamente nuestra atención para dedicarnos a gestionar lo que, sin duda, debería ser evitable. Ello sin contar con el estado de ánimo en que nos sume, que difícilmente contribuye a la construcción o ejecución de cualquier proyecto.
Eliminar la corrupción es imprescindible. Debiera ser el principio fundamental de cualquier actuación que se pretenda legítima por parte de cualquier gestor y, por ende, de cualquier gobierno. También por parte de cualquier agente económico que pueda entender esta forma de actuación como una vía aceptable para conseguir objetivos aparentemente legítimos. Llevamos demasiado tiempo comprobando que es una manera de funcionar demasiado normalizada.
La corrupción gangrena el estado democrático y destroza las instituciones que deben liderar el país. Afecta a la credibilidad de sus primeros protagonistas y debilita al extremo los instrumentos de participación que sustentan el entramado institucional. En primer lugar, a los partidos políticos, porque la sociedad ve cómo son utilizados como vías para conseguir los objetivos personales más abyectos. Si ya dijimos en la anterior columna que la anteposición del interés particular sobre la conformación del bien común era incompatible con la construcción de un proyecto de país, cuando este interés individual es directamente delictivo compromete cualquier forma de desarrollo democrático, y abre un terreno abonado a los que, también de manera torticeramente interesada, están esperando el fallo del sistema para imponer sus estrategias de ataque al modelo de estado social y democrático de derecho, que define nuestra Constitución.
Cualquier aproximación a esta cuestión presenta muchas perspectivas. Una de ellas, quizás la más inmediata, como decíamos al principio, es la anímica, sobre todo en un momento en el que parte de la acción política se sustenta no en el argumento de la razón sino en la gestión de las emociones. Y, sin duda, las sensaciones de indignación, tristeza, desamparo o rechazo a la gestión de la política y de los políticos son inevitables en una ciudadanía que sufre por alcanzar con muchísimas dificultades sus más modestas expectativas de vida.
Por ello, la respuesta no puede hacerse desde la frialdad de la táctica, ni siquiera desde la estrategia política, a la que nos quieren acostumbrar. Abordar desde esta exclusiva perspectiva un problema que alcanza el carácter de sistémico no sería admisible. Evidenciaría la carencia de una idea clara de lo que significa, más allá de un arma arrojadiza coyuntural entre adversarios políticos en medio de la farfulla mediática.
La corrupción es, como decimos, un fallo del sistema que requiere una actuación urgente, efectiva y real. Es más, debería ser parte de los consensos necesarios, en los que deberían intervenir la denominada sociedad civil, incluyendo esos poderes sociales y económicos que ejercen de protagonistas silentes en el día a día de España.
Uno de los problemas es que mientras tenemos que atender este lastre, demasiado recurrente y transversal, se hace imposible atender a lo que debería ser necesario: conformar un proyecto de país sustentado en el bien común, en consensos o acuerdos mínimos sobre temas esenciales, que deberían ser ineludibles ante una realidad en profundo cambio y ante un mundo en crisis.
Por ello, y pese a todo, debemos seguir apostando por esa idea de país como proyecto común. Debemos seguir demandando la existencia de canales de conexión entre los partidos democráticos, que, más allá de la defensa de sus legítimas posiciones ideológicas, posibilitaran las aproximaciones necesarias. En España, con todos los matices que se quieran, ya tenemos experiencia. Fuera de manera diseñada o estructurada, fuera con toques de improvisación inevitables, las construcciones de los consensos constitucionales sirvieron para conformar un país del que sentirse orgullosos. Seguramente, en dichos consensos se dejaron temas abiertos – como la construcción territorial- y otros –posiblemente la corrupción- se eludieron. Pero supuso un momento de acuerdo del que se dedujo la construcción de un país en el que las personas empezaron a sentirse partícipes. Hablar de aquellos momentos es emocionante para los que los vivimos, incluso hoy casi 50 años más tarde.
Ciertamente el actual momento es distinto. Las afecciones son importantes y el servicio a la comunidad queda relegado por una multitud de intereses particulares no siempre manifestados. El denominado poder económico (aquellos “poderes fácticos” de los años 70 del siglo anterior) no siempre está apostando por el bien común. En paralelo, parece evidente que vivimos una batalla ideológica de fondo sobre el modelo social y económico que transciende a nuestro país, pero que lo sitúa en el eje de la misma.
Quizá el contexto actual del que partimos no es el más favorable para emprender el proyecto común que demandamos. Pero vale la pena intentarlo. España vale la pena. Muy posiblemente, en la actualidad, los ciudadanos pueden tener la impresión de que tenemos mejores mimbres, pero con peores artesanos. Es inevitable seguir demandando que las instituciones ejerzan un liderazgo colectivo basado en la participación de la ciudadanía, con personas capaces que aportar ilusión… y decencia.
