Que las historias no son relevantes porque ustedes quieran, o por lo que dirán. Que conocer es bonito y hermoso, como diría cualquier cantaor. Ahí tienen poesía, a punta de jerez.
Imaginen que me estoy tomando una copa de jerez, junto a un platillo de gloriosas aceitunas. Sentado en mi cruento taburete. Un mediodía soleado de invierno. El cartero que me saluda. Qué hace aquí usté tan temprano y madrugador. Pues nada, mirando esta España que viene y se nos va. Y cómo es eso de que España va y viene, no me diga que usté nos ha salido poeta. El cartero sigue su marcha, como si tal cosa, con las últimas cartas bajo el brazo, y se pierde por la calle Tornería.
Las aceitunas se tornasolan, una a una, en mi boca. Amancebo los sabores. Abro el periódico aunque todas las páginas me parecen igual, bajo el mismo patrón sospechoso. Cuatro gilipollas gozando de aforamiento. Unos cuántos crímenes para satisfacer la frivolidad que demandan los lectores. La sonrisa de destacados políticos en la noticia de la primera plana, siendo su brillo más falso que la tapa de un retrete. Amenaza de desahucios. Mengana que se ha puesto las tetas más grandes que el campanario de la catedral. Se discute si el gato sube o baja, o si el autobús gira a la izquierda o a la derecha. Y deshecho el periódico por puro aburrimiento y hastío, aunque sé que las noticias están hechas a medida de una inteligencia igual de insustancial e hipócrita.
Y qué más da si en otro país explota una bomba y salimos hechos añicos como el cereal de un silo. Qué importa si todavía carecemos de presidente del gobierno, y si andan en jugándose al piedra, papel y tijera la voluntad ciudadana. Qué tal si ya transcurrió la Semana Santa y con ella los delirios de buena voluntad. Y qué si los tiempos ya no son lo que eran. Caminamos a paso angustiado. Hemos perdido cierto rumbo optimista. Ahí va la última aceituna violá. Se la dedico a ustedes, los paisanos del aire, y me llevo la mano izquierda a la frente, sacudiéndola con el ademán de soltar una montera imaginaria y dispararla al suelo.
Pero resulta que, al mismo tiempo que realizo este gesto el cartero regresa. Oiga usté, pero no iba a hacer su columna de opinión, esa que le han pedido. Es que me cansé de leer los diarios, señor cartero. En media docena no encontré más que huevadas. Pura manteca de cerdo que no viene a cuento, dirá usté. Eso mismo, José. Y qué va a escribir usté, si se puede sabé. Pues nada, que me habían pedido algo de aquí, en consonancia con los problemas del país. Pues siga, siga pues, que no el interrumpo la inspiración y encuentre algo útil. Y el señor José, con su sonrisa de perla plateada, se despide cortésmente con una palmadita ágil en mi hombro, y le miro a los ojos como diciéndole en silencio que no soy un tablao flamenco.
Me llevo la copa a mis labios. Este jerez está de puta madre. Así de serrano me salió el dicho. Y mientras lo saboreo en las cavernas de mi paladar, repienso en eso que me toca escribir. Algo de interés para la conciencia colectiva. Algo de aquí. Algo que se huela. Algo que se lea fácil. Algo que nos retribuya información. Algo que alimente mínimamente el espíritu. Menudo carajo tengo yo hoy. Sentado a las afueras del Tabanco Plateros.
¿Ustedes no saben lo que es un tabanco? Esperen que les cuento. Ni un bar. Ni una tasca. Ni una taberna. Ni un garito. Ni una de esas cavernas del Sacromonte granaíno. Un tabanco es una isla muy de Jerez de la Frontera. Vamos. Es una especie endémica de estas calles. Una suerte de bodegón donde despachan vino acompañado de unas tapas y se puede charlar con el gentío. Y este tabanco donde estoy yo es tan famoso que de haberlo conocido Federico García Lorca, la viuda esa de Bernarda Alba se hubiera quitado el luto en un santiamén.
Yo vine acá a tomarme el jerez a ver si la copa me dejaba un resabio de inspiración. A poner la oreja en las conversaciones de quienes van y vienen, y vienen y van. Sólo que se me pegó el cartero. El señor José. Ese que repite usté cada dos por tres. Pero ando apurado. Porque tengo que entregar la columna en el casillero postal antes de las once y cuarto. Me queda hora y media para escribir algo relevante. No me sale nada. Estoy más seco que una mula terca. Pero esperen, que una vieja furgoneta acaba de dejar el pan al encargado del tabanco. Y me vino algo a la mente. Algo de poesía. Poesía de acá. Que la tienen muy olvidá.
Me acordé de quienes van y vienen, y vienen y van. Que no soy quiénes son los unos y quiénes los otros. Cómo eran aquellos versos. Esa canción de Valderrama hijo. La del puente. Ya recuerdo.
¡Qué mansa pena me da!
El puente siempre se queda y el agua siempre se va
Qué versos, Dios mío. Cómo no iba a acordarme. Son de Manuel Benítez Carrasco. Qué buen poeta era ese tipo. Qué elegante era recitando. Se sabía todo de memoria, incluso en México. Claro, ustedes tampoco se acuerdan de Manuel. Uno de los grandes de Granada, que nació un primero de diciembre de mil novecientos veintidós. Familia de carpinteros. Iba para cura pero lo dejó todo por la bendita poesía. En los años cuarenta del siglo pasado se marchó para Madrid, y de ahí todo fue coser y cantar pero con la boca. Qué labia. Le dio por recitar y escribir al mismo tiempo. Y de ahí Cuba, Ecuador, Argentina y la bendita Buenos Aires. Cuánto me acuerdo de esos versos del puente. Esperen que lo escribo en la servilleta.
Agua del desengaño,
puente de olvido;
ya casi ni me acuerdo
que te he querido.
Puente de olvido.
Qué dolor olvidarse
De haber querido.
Manuel estuvo viviendo muchos años en México. Fue amigo de Agustín Lara. Allá llenaba todas las estancias. Muy querido el hombre. Pero como todos, se nos fue en busca de nubes. Ya saben. Le iban a echar tierra pero su voluntad fue que sus cenizas fueran esparcidas a lo largo y ancho del Albaicín en Granada.
Qué iban a saber ustedes. ¿Verdad? Es que los poetas se nos van a pesar de todo. Y a pocos les importa. Ellos escriben y después emigran. Mueren y la gente los olvida por pura ignorancia. Pero miren, ahora ya saben ustedes algo. Algo de poesía. Pero este Manuel Benítez es mucho Manuel. Ahí les va otra mención.
Estando yo una vez merendando salmorejo, mi amigo Antonio el “Cudillero”, de profesión banderillero jubilado, también nos ambientó sobre el asunto. Estábamos aquí mismo, pero dos meses atrás. Me dijo. Oye Bibiano, que el toreo también tenía poesía en la boca de Manuel Benítez Carrasco. Y no sólo eso, sino que también un compás bien flamenco. Hubo una gitana. Hija de toreros. Gabriela Ortega. Que ahí la dejaron tirada en una residencia de ancianos, después de tanta gloria. Ella fue la que inventó otra forma de recitar poesía, añadiéndole compás de la música flamenca. Había que verla, sentada en una mesa, con los nudillos sobre la mesa, relatando aquel uno, dos y tres:
Y la voz del tres
¡toro! ¡toro! ¡eh!
Patas y pitones en busca del tres
Pero el tres espera y...
Uno, dos y tres
Con tres capotazos le para los pies
Punta de percal, mano burlaora
Sal torero, sal ahora
Todos cuentan que Gabriela se pasó media vida recitando las poesías de Manuel. Trabajó con su primo Manolo Caracol, e incluso para Concha Piquer, allá por la década de los cuarenta. Como también le encantaba recitar a los poetas prohibidos por la dictadura, se tuvo que marchar a Latinoamérica. Se fue con los versos de Rafael Alberti y Miguel Hernández a otra parte donde n estorbaran. Podrán soñar entonces ustedes. Una gitana cosechando éxitos en el Teatro Nacional de Buenos Aires, donde le pusieron un sillón con su nombre. Hasta dio clases en Colombia durante tres años. Pero como casi todo lo bueno, la dejaron tan olvidada, tan exiliada, tan ingratos que fueron con ella. Vivimos sin temple. Sin corazón. Sin coraje. Quizás este poco de poesía les sirva para reflexionar. Que las historias no son relevantes porque ustedes quieran, o por lo que dirán. Que conocer es bonito y hermoso, como diría cualquier cantaor. Ahí tienen poesía, a punta de jerez.
