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La solidaridad debe empezar en los despachos de las Naciones Unidas, e implementando medidas que garanticen la seguridad de los ciudadanos del mundo.

Apenas habíamos despedido de las cabeceras de las noticias a la tormenta tropical Max y su paso devastador por el Sur de USA y el Caribe, cuando nos encontramos con un terremoto en México (que por cierto, ya había sufrido un temblor hace poco) y con otra tormenta tropical, María —convertida en huracán—, que golpea con saña Puerto Rico, Islas Vírgenes y amenaza a otras naciones caribeñas de la zona.

Y uno se pregunta qué narices habrán hecho en ese rincón del mundo para que Dios, los Santos, la Fuerza o quien quiera que domine los designios del caprichoso destino, se ensañe de esa manera. Sabemos que no se trata de un castigo divino, ni de mal fario; tal cúmulo de desgracias naturales tienen una respuesta científica que se basa en temas climáticos y meteorológicos que cíclicamente aparecen por la zona en esta época del año.

De acuerdo. Pero visto lo visto, y teniendo en cuenta que estamos condenados a repetir las mismas imágenes de destrucción y asolación, quizás ha llegado el momento de que los organismos internacionales tomen cartas en el asunto. Me parece muy bien que investiguemos todo lo investigable en cuanto a programas espaciales, por ejemplo. Muchos cosmólogos, de hecho, argumentan estos programas en la necesidad de dar salida a la Humanidad en caso de amenaza planetaria o extra planetaria. Lógico y comprensible. 

Pero parece que nadie se para a pensar que el día menos pensado apenas habrá Humanidad que salvar, entre los intereses belicistas de unos, calentamientos globales y desastres naturales de un planeta que parece querer decir “basta” al ser humano, capaz de esquilmar los recursos en una deriva que, a largo plazo, puede provocar la propia extinción. Admiro la capacidad de adaptación que han tenido los japoneses, por ejemplo, a la hora de diseñar edificios preparados para resistir el zarandeo de un movimiento sísmico. Sin embargo, contemplé horrorizado el colapso de estructuras y viviendas en México. También en esto hay ciudadanos de primera y segunda categoría, ya ven.

Ahora tocará contar muertos y desaparecidos. Pero una vez transcurran los meses y la tragedia haya quedado arrumbada en el rincón del olvido, la clase política debería plantearse estrategias de adaptación como las de Japón. Si el ser humano no fuese tan mezquino, quizás dejaría de invertir en armas y programas nucleares para centrarse en lo que realmente importa a los ciudadanos: la supervivencia en un entorno que ya se ha mostrado hostil en ésta y otras ocasiones. 

La solidaridad (que bienvenida sea) debe empezar en los despachos de las Naciones Unidas, e implementando medidas que garanticen la seguridad de los ciudadanos del mundo. Y esta seguridad, como ha quedado demostrado, no solo se consigue con cabezas nucleares y alianzas armamentísticas. De momento habrá que aguardar a que pase la “era Trump” para que vislumbremos la esperanza de tener líderes de “altas miras” con voluntad de salvar la Tierra a golpe de Ingeniería y no de misil.

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