Hay una pregunta que me hacen con cierta regularidad, y siempre llega con la misma mezcla de curiosidad y sorpresa, como si quien la fórmula temiera estar cometiendo una pequeña indiscreción: “¿Pero vives de esto?”. Es una pregunta antigua, casi tan vieja como la propia vocación de escribir. La hacen los conocidos en los cumpleaños, los familiares que no entienden muy bien en qué consiste “eso de la escritura”, los amigos bienintencionados que creen estar siendo realistas. Y lo curioso es que no me ofende, pero sí me intriga. Porque detrás de la pregunta hay otra, más profunda y más inocente: ¿qué significa vivir de escribir?
Durante mucho tiempo pensé que se trataba de una cuestión económica. ¿Se puede pagar el alquiler con palabras? ¿Se puede llenar la nevera con metáforas? La respuesta literal es que sí, pero no como se imagina quien pregunta. Se puede vivir de escribir, pero no necesariamente de los libros. Y aquí empieza el malentendido. Cuando alguien dice “vivir de esto”, casi siempre piensa en cifras, en éxitos editoriales, en nombres que suenan en ferias o en listas de ventas. Pero esa es una excepción tan remota como pensar que todos los que tocan la guitarra vivirán como los Rolling Stones.
La confusión nace, creo, del modo en que se ha romantizado la figura del escritor: el autor encerrado en su estudio, fumando junto a la ventana mientras los cheques llegan solos por correo. Una imagen hermosa, pero tan irreal como un daguerrotipo coloreado. La realidad es más amplia, más pedestre y, a la vez, más digna. Porque vivir de escribir —al menos para mí— no significa recibir regalías de un diez por ciento por cada ejemplar vendido, sino construir una vida alrededor de la literatura.
Lo comprendí una vez al responder en TikTok a una autora que afirmaba, con tristeza, que no se podía vivir de esto. Yo, indignada, le repliqué que claro que sí, que posible era. Y lo sigo pensando, aunque ahora entiendo que hablábamos de cosas distintas. Ella se refería a vivir estrictamente de los derechos de autor, de ese diez por ciento que queda cuando se reparten el resto las capas intermedias. Y en eso tiene razón: de ese diez por ciento no se vive, salvo que se vendan cifras estratosféricas. Pero cuando yo decía que sí se podía, pensaba en otra cosa: en vivir de la literatura, no del libro.
Porque escribir no es solo publicar. Es enseñar a otros a escribir, es hablar de escritura, es analizar los mecanismos de un texto, es dar talleres, conferencias, charlas en institutos o bibliotecas que, aunque la minuta no se cotice en bolsa, también forma parte del oficio. Es colaborar con editoriales, con revistas, periódicos y con proyectos culturales. Es vender derechos de adaptación, participar en la construcción de una comunidad lectora. Es, en definitiva, vivir en torno a las palabras.
Llamo “vivir de esto” no a amasar una fortuna, sino a sostener una vida digna, con los libros como eje. A veces pienso que lo que muchos imaginan como “vivir de escribir” es en realidad “vivir del éxito”. Y eso no depende del talento, sino de otros muchos factores. El éxito es un animal caprichoso. Pero la literatura es un oficio, y un oficio se trabaja, se cultiva, se mantiene con constancia y humildad. Como el vino, la madera o la música.
Cuando alguien me pregunta si vivo de esto, suelo sonreír y contestar que sí, aunque sé que mi respuesta no es la que esperan. No vivo de un contrato millonario ni de adelantos por trilogías. Vivo de escribir cada día, de hablar de libros, de enseñar lo que sé, de investigar, de escribir artículos, de colaborar en proyectos donde las palabras tienen valor. Vivo de lo que la literatura me ha permitido construir.
Quizá habría que cambiar la pregunta. En vez de “¿vives de esto?”, habría que preguntar “¿vives con esto?”. Porque escribir no siempre da para vivir, pero siempre da sentido a la vida. Hay una diferencia sutil entre ganarse el pan y ganarse el alma. Lo primero es necesario; lo segundo, imprescindible. No se trata de romantizar la precariedad —que de romántica no tiene nada—, sino de reconocer que hay muchas formas de habitar la escritura.
Me resulta curioso que nadie le pregunte a un arquitecto si vive de hacer casas, ni a un músico de tocar en bodas, ni a un profesor de dar clase. Pero al escritor se le supone una especie de capricho bohemio, como si lo hiciera por amor al arte y no por oficio. Quizá porque el producto de su trabajo no se ve: son solo palabras. Pero esas palabras son tiempo, estudio, obsesión, reescritura. No hay nada más artesanal que una buena página.
Hay días en que la pregunta me hace reír. Otros, me entristece un poco. Pero la mayoría de las veces me sirve para recordar por qué hago lo que hago. Porque, al final, sí: vivo de esto. No del diez por ciento, no de los derechos de autor, no de una fama pasajera. Vivo de pensar en palabras, de darles forma, de acompañar a otros a encontrarlas. Vivo de lo que la literatura me enseña cada día sobre el mundo y sobre mí.
No tengo una mansión en las montañas, pero sí una casita en la campiña de Jerez con libros hasta el techo y un trabajo que me gusta. Más bien, un oficio. Un oficio que me sostiene, me ordena, me salva. No sé si eso cuenta como “vivir de esto”, pero para mí, lo es.



