El fiscal general del Estado hasta ahora, Álvaro García Ortiz.
El fiscal general del Estado hasta ahora, Álvaro García Ortiz. FERNANDO VILLAR/EFE

Fue usted. O quizá no. Desveló secretos que no lo eran para nadie, pero aun así estuvo feo. O lo hizo alguien de su entorno, pero no sabemos quién. Tampoco sabemos cómo lo hizo, pero seguramente lo hizo usted. O quizá fue otro. Pero seguro que usted lo sabía. En cualquier caso, nada de lo que no he querido investigar me cuadra más. O puede que ni siquiera eso. A veces la verdad supera a la ficción. Mi padre suele decir en clima de chascarrillo aquello de "tiene razón, pero va a ir a la cárcel". Vivir para ver, vivir para no creer. Así nos ha dejado la tardía sentencia al ya ex Fiscal General del Estado. La dimisión sí que fue pronta tras el fallo; el porqué ha sido bastante más perezoso.

Por recurrir al eufemismo, la fundamentación jurídica de este asunto —politizado hasta el vómito por unos y otros— presenta unas cuantas debilidades. Es algo que han constatado desde jueces a fiscales, pasando por las dos magistradas del Supremo que han emitido un demoledor voto particular. En él, señalan, por ejemplo, alguna que otra cosilla tonta como la vulneración del derecho fundamental a la presunción de inocencia. También sostienen que existen explicaciones alternativas perfectamente plausibles que no han sido atendidas. Por lo que sea.

El periodista no miente… pero sí. No es que no sean de fiar, pero no les vamos a hacer ni puñetero caso. Eso sí, tampoco vamos a abrir procedimiento contra ellos, por si es que al final todos —que, vete tú a saber por qué, declararon lo mismo— decían verdad. Ni que fuera eso lo fundamental, "percepción sensorial subjetiva" mediante. Como periodista, horroriza ver cómo la mía sigue siendo profesión de segunda. Nuestro testimonio no vale de nada frente a las elucubraciones de una fiscal de Madrid. Ni que los periodistas viviéramos de nuestra credibilidad ni estuviéramos, por código, comprometidos con la verdad. Aunque algunos canallas solo lo estén con sus canas y sus perfidias on the rocks. La propia sentencia afirma, con todo el peligro que ello conlleva, que el secreto profesional abre la puerta a la mentira. Qué más da que el periodista esté obligado a no mentir cuando declara en un juicio. Qué más da que el secreto profesional sea un derecho que el periodista ejerce en pro de la ciudadanía, que es la beneficiada de poder conocer una información relevante gracias a la protección de la confidencialidad de las fuentes. Yo, que no creo en dioses, creo hasta el fin en la sacralidad del secreto profesional y en un vestigio decadente llamado ética.

Por si fuera poco, las diferencias en esta sentencia ni siquiera son de matiz: son de fondo y se antojan abismales entre magistrados conservadores y progresistas. Encima, tenemos el recochineo de quien presume del sentido del fallo antes de que sea público, a un juez deliberando sobre el acusado de su doctorando, el menosprecio feroz a los informadores, casi veinte días sin sentencia… y la cara de tontos que se nos queda.

Y, por encima de todo esto, lo más sangrante: el fraude fiscal confesado, el alarde público de la posición de poder para mentir, falsear y calumniar. La condena a la reconocida verdad y el execrable triunfo del bulo como estrategia. Así estamos y así nos vemos: con los ojos como platos y el espíritu en tinieblas.

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