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Ningún partido ha sabido acercarse al elector lo suficiente como para hacerle pensar que todo va a cambiar a mejor, al menos de forma mayoritaria. 

El pasado 26J no fui a votar por dos razones. En primer lugar, no estaba ese domingo cerca de mi colegio electoral y en segundo lugar, y más importante, no quise votar. Y no por pereza o desgana, más bien porque ningún partido me supo convencer para darle mi voto. ¿Me siento orgulloso de no haber ejercido mi derecho al voto? No. Aunque tampoco es que me mate el cargo de conciencia, la verdad. Más bien me parece que vivimos en un panorama triste y desesperanzado que ha consumido todo optimismo o entusiasmo personal hacia la política.

Me parece increíble que un partido como el PP siga consiguiendo el mayor número de votos en España después de tantas tropelías cometidas. Solo necesitó diez días para romper promesas electorales en la pasada legislatura; sus casos de corrupción brotan como geranios en el Jardín del Edén; afora a sus vacas sagradas (y no me refiero solo a Rita Barberá) y tiene complejo de barco de Chanquete, pues de ahí nadie se mueve, siendo el número de dimisiones anecdótico pese a la gran cantidad de pufos y corruptelas descubiertos; sus recortes en Educación o Sanidad han sido vergonzosamente sonados e incluso en muchos aspectos han hecho parecer (me reitero en lo de parecer) buen presidente a José Luis Rodríguez Zapatero. Ver para creer.

Y ahora el PSOE, rival histórico de la formación azul, allana el camino a la reelección de Rajoy con su sonadísima abstención. Parece que, inevitablemente, nos toca otra legislatura siendo gobernados por el partido de la gaviota, que bien a gusto se ha cagado en la cabeza de la mayor parte de los españoles.

¿De verdad es tan sumamente difícil presentar una alternativa al Partido Popular, visto lo visto? ¿Una alternativa con propuestas creíbles, factibles y lo suficientemente coherentes cómo para convencer a una población generalmente descontenta con la política? Pues sí, parece ser que sí, que es difícil de cojones. Muchos hablan de que la gente teme al cambio, de que los viejos votan a los de siempre para asegurar cobrar sus pensiones y, en definitiva, culpan al resto del electorado de lo mal que va todo. Yo, desde mi carencia de fe en la política, pienso que ningún partido ha sabido acercarse al elector lo suficiente como para hacerle pensar que todo va a cambiar a mejor, al menos de forma mayoritaria. Algunos saben vender humo mejor que otros, todo hay que decirlo, pero no han logrado que el suficiente número de peces caigan en las redes de la mayoría absoluta.

Lamentablemente, todo seguirá igual y estaremos a merced de políticos más preocupados en el poder que pueden ostentar, o hacer acrecentar, que en el bienestar que nos pueden otorgar. Que algunos dirán que el partido tal es la solución, el cambio, lo que los españoles de a pie necesitamos. Yo sigo pensando que esa alternativa, visto el percal actual, no existe o al menos no sabe hacerse ver, siendo el poder de convicción el mismo que el de un par de pedos en un certamen de sonetos.

¿Que si me gustaría creer en la política? No puedo responder que no. A través de las redes sociales es sencillo ver encomiables labores de cyber-voluntariado, sorprendiéndome el nivel de compromiso de algunos individuos con la formación política a la que piensan votar. Actúan como defensores acérrimos y atacan a todo detractor o emisor de una crítica, por constructiva y sensata que sea. A mí, desde mi escepticismo, me parece un tanto llamativo. Sobre todo cuando cuestionan la objetividad de todo aquel que contradiga sus ideas, estando la imparcialidad propia tan ausente como el flamenco en un disco de los Red Hot Chili Peppers. 

¿Podemos soñar, imaginar o desear un futuro mejor? Sí, desde luego. Pero qué difícil nos lo están poniendo, madre mía.

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