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La verdadera realidad, según Mateos, es huidiza y se esconde de altavoces y oropeles, pero no es opaca.

Alguien podría pensar que Kant rechazó la posibilidad de toda metafísica, de la capacidad absoluta del ser humano en su ímpetu por conocer la esencia de las cosas. Pero esto es una verdad a medias: la rechazó si el camino utilizado para llegar a este conocimiento es el de la razón pura, pero dejó la puerta abierta a “una metafísica futura” a través de la razón práctica. Es decir, a través del conocimiento moral, del conocimiento de lo bueno, de lo malo, de la libertad, de la responsabilidad, de la inmortalidad, de Dios… que nos proporciona el hecho moral, aunque sea solo como condiciones de su posibilidad.

El escritor José Mateos acaba de publicar en la editorial Renacimiento un pequeño libro titulado Un mundo en miniatura (Edit. Renacimiento, 2017). En él y, en general, en la posición filosófica que se va decantando cada vez con mayor nitidez en la obra poética de Mateos, se amplía la posibilidad de la metafísica al territorio que podríamos llamar de la “razón estética” (“estética” en el sentido clásico de conocimiento que atañe a los sentidos); es decir, al pensamiento cuando renuncia a imponer sobre la realidad sus conceptos y categorías (y sus prejuicios), y se deja invadir por el misterio de la vida, del ser en la radicalidad de su pureza, del latir último de la existencia aquí y ahora. 

La verdadera realidad, según Mateos, es huidiza y se esconde de altavoces y oropeles, pero no es opaca. En ocasiones, se muestra como un fogonazo, como un fulgor pasajero con la intensidad y la fugacidad —al decir de los marineros expertos— de un rayo verde. ¿Cuándo sucede esto? o, ¿qué puedo hacer para que esto suceda? Cuando el yo se hace pasivo (recipiente) y espera, y como diría Heidegger “deja ser al Ser”, entonces se produce una experiencia en la que el yo se olvida del yo; se transforma en alma y saborea momentáneamente el alma del mundo, de la que es parte consustancial, a través del bien y de la belleza. Es una trascendencia de los sentidos mediante su concavidad. Un pensamiento sentiente que es pura receptividad, pura obediencia. Y en esa eterna búsqueda y espera de lo Otro —que es irremediablemente otro que yo— consiste el camino (ascético) del conocimiento. La revelación es absoluta y fugaz, a la vez.

En realidad, la postura de Mateos es un despojamiento, una ascética invertida: no se trata de abandonar los sentidos y el cuerpo, sino el yo. Despojar al yo del mundo, de los prejuicios, de la vanidad, de la egolatría, en definitiva. Si quitamos toda esa hojarasca entonces encontramos el alma. Esa parte nuestra luminosa que nos une con la vida, con el misterio, con el amor. Por eso el camino del descubrimiento de la verdad no es una construcción lógica del edificio de la ciencia sino una deconstrucción del mismo. La ciencia en su soberbia ha traicionado a la verdad, la ha manipulado. Se trata de desandar el camino y regresar al origen.

"No se trata de abandonar los sentidos y el cuerpo, sino el yo. Despojar al yo del mundo, de los prejuicios, de la vanidad..."

La verdad, el bien, la belleza son las tres caras de la pirámide del conocimiento. La base de la pirámide es la compasión y el vértice, la alegría. Y la argamasa con la que está construida esta pirámide es el asombro que produce el misterio. Por eso, Mateos es un presocrático arrepentido. Es un presocrático que necesita seguir siéndolo porque no puede abandonar (del todo) el mito, la creencia, la fe. Y tampoco quiere prescindir del logos, de la razón. En la poesía se unen de manera indisoluble los dos elementos.

En el libro El concepto de la Doctrina de la Ciencia, Fichte caracteriza al yo con dos cualidades: libertad y actividad. Así, el yo no tiene más vallado que él mismo. Ni más deber, ni más límite. Y en su absoluta actividad, el yo pone al no-yo, dice Fichte. Pues bien, esta postura que culmina el camino idealista señala la postura antípoda de un griego presocrático para el que el yo (el alma) es una parte del logos y, por tanto, de la propia naturaleza (fisis). Por ello, solo mediante una actitud de espera y de obediencia se nos manifiesta el sentido de las cosas, y puede, así, el Ser revelarse al ser. 

El conocimiento de lo que es en verdad (de la esencia) es un camino de regreso a los sentidos, es una ascética invertida, en el que ni los sentidos engañan al logos ni el logos se endiosa, se ensimisma consigo mismo expulsando el conocimiento sensible por acientífico, exigiendo al conocimiento atemporalidad; es decir, lejanía (extrañeza) del cuerpo. Claro. Pero es nuestro cuerpo (espacio y tiempo) el que nos pone en contacto con la vida-que-se-nos-da. El que nos permite formar parte de la vida: nacemos a la vida mediante un cuerpo y nos vamos de ella tristemente mediante su abandono.

Así que somos logos y somos naturaleza, a la vez. Alma. Por eso, la postura filosófica de José Mateos es la invitación del regreso al origen. Es una conversión a un hombre antiguo, asfixiado el hombre moderno de tanto nihilismo; un hombre ya lejano —hace 2.500 años— que no separaba con furia la teoría y la práctica, la ciencia y la fe, la belleza y la verdad, la apariencia y la realidad. Un hombre al que se le ofrecía la realidad a sus sentidos y a su razón, y al que solo seducía el asombro. La filosofía de Mateos es originaria y original de puro no serlo. Huida del mundo para arrodillarse ente la naturaleza, ante la vida. Conversión para purificar la palabra necesaria que exige decir la verdad, el bien y la belleza. Los tres modos esenciales del Ser.

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