Mamadou va todos los días a su cruce, mañana y tarde, llueva o haga sol. Agazapado tras el semáforo, sudoroso, cansado, espera el momento en que las luces se pongan rojas y pueda sortear los coches, jugándose una pierna para ofrecer a los conductores su intrascendente mercancía. Saluda desde lejos, sonríe, golpea las ventanillas, parlotea varios idiomas y muestra sus artículos: paquetes y paquetes de pañuelos blancos. Siempre pañuelos blancos de papel, aunque nadie sabe a ciencia cierta por qué eso y no otra cosa.
Para sus adentros, Mamadou vigila a los conductores, como todos los de su profesión. Está esperando que algún día un tripulante, al divisarle, comprenda algo que hará humedecer sus ojos, empañarse sus gafas, ducharse sus mejillas, y así poder estirarle uno de esos misteriosos pañuelos cuya hegemonía desvela a algunos. Aquella noche llamaría a su país e informaría de que algo está cambiando, que el Primer Mundo comienza a tomar conciencia, pero de momento no pueden hablar de ello y sólo les está permitido agitar los paquetes frente a la ventanilla, a modo de secreta insinuación.
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