De la divulgación

Francisco J. Fernández

Francisco J. Fernández (San Sebastián, 1967). Doctor en Filosofía. Ha sido profesor en la Universidad de Jaén e investigador en la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de secundaria. Sus últimas publicaciones: Lycofrón. Diario de clase y El resto de la idea.

Estatua de Espartaco
Estatua de Espartaco

Quinto casi mío es un amigo filósofo y jurista, amante de divulgaciones, altas y bajas, con el que alterco sólita y sistemáticamente. Es un lector compulsivo y argumentador feroz. Como nunca he conseguido convencer a nadie de nada mediante un argumento, tiendo a candar la puerta de mi casa a requerimientos de esa índole. Es como que la verdad, para mí, se ha de imponer al margen de la validez con que se presenta. Pero el caso es que me viene a decir que no se me entiende, que soy demasiado elusivo y oscuro, y, lo que es peor, que parezco disfrutar de esa tiniebla, atentando contra la racionalidad (vamos, que me quiere vestir de purísima y oro). Yo le digo que cojón de pato, que al que quiera saber, poco y al revés, pero eso le subleva todavía más y empieza a echar pestes de mis idiotismos y pedanterías. En efecto, muchos son y en muchas incurro, pero le sirico diciendo que no escribo para que me lean, que leer está sobrevalorado y que no hay palabra mal dicha si no fuera retraída..., lo que le encorajina aún más, así que ni de haldas ni de mangas llegamos a especial acuerdo. Lo cierto es que tras la raridad de nuestras parrafadas volvemos a nuestras quinterías, despidiéndonos hasta el día siguiente.

Pero he aquí que hoy se me ha ocurrido ponerme en claro al respecto y de ahí este escrito (que le dedico), para apaciguar sus jeremíadas y ganarme su favor, apoipándolo. Y es que todo viene porque no hace mucho llevó a una de sus clases lo que escribe este amigo suyo, sin darse cuenta de que convencer a sus alumnos de que no lo había escrito un extraterrestre fue verdaderamente difícil. Yo me reí y me pareció el mejor de los halagos, pero él no lo vio así: que si había que acercar el saber, que si teníamos una misión pedagógica, que si no podíamos esconder los conceptos tras las palabras, que si ya pasó el tiempo de los oráculos, etc. Como llevo tantos años dando clases, me pregunto si no sabe que me enfrento todos los días a esos mismos alumnos. Diré una cosa: están mucho más interesados de lo que creemos por lo extraño y verdadero que por lo normalizado y compartido, esa matraca. Esa lucha contra el sentido común que es la filosofía debe utilizar por tanto todas las estrategias a su alcance, por peregrinas que parezcan: apenas un ejemplo, alejarse de lo cotidiano en vez de aproximarse al presente, rememorar Gaugamela o la peste negra o la rebelión de Espartaco, citar en latín o recitar a San Juan de la Cruz (por supuesto, par coeur, no vayamos ahora de poetas que no se saben sus poemas). De hecho, lo evocado es un poco lo de menos; lo que importa es que no sepan de qué se les habla. Ignoro la última razón de ello, pero resulta que funciona; probablemente porque estos recursos les permiten imaginar mundos que no son este, el cual, la verdad, ni fu ni fa ni vaca marela.

Lo malo es que ya me imagino cómo empieza a himplar mi buen amigo, cómo cabecea diciéndose que no sirve querer conmigo, porque me escabullo como calcetín que se ajorra, veo ya su mano en cuadril dispuesto a soltarme una fresca cuando resulta que este cagoniche no quiere lecturas de balde, sino costal y castañas. Pero es que eso es precisamente divulgar, esa mierda que cree oler a azucenas: que los calcetines se queden pegados al carcañal, id est, al que quiera saber, mucho y del envés. Pues no, no se trata de eso. Y ahora vas y lo cascas.

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