Un cartel japonés.
Un cartel japonés.

Se toca a rebato en Shinjuku.

Van a dar las dos de la madrugada —la hora de la calabaza en el populoso distrito de Tokio— y la fauna humana corre para hacerse con el último tren de la noche; tren que dejará en su camino a cientos de sonámbulos sin techo y alguna que otra princesa de diecisiete años sin escrúpulos. Son las que cobran, tanto en Roppongi como en Shibuya, dos mil quinientos yenes por media hora de conversación.

Perder el metro en otra ciudad del mundo sería una hecatombe pero aquí en Tokio, en la urbe de las avispas y de las personas que lavan su ropa a las cuatro de la mañana, puede resultar una oportunidad.

Para mí no lo es..., o no lo era aquel año del perro para los chinos. Sólo quería llegar a mi hotel en Nakasu y comenzar otro día como si nada hubiera sucedido.

Así que saqué mi billete como mejor pude en esas pantallitas robotizadas que podían venderte un viaje al fin del mundo pero curiosamente no sabían inglés y me lancé a la captura de mi tranvía llamado olvido. Es curioso cómo chillan las máquinas en una sociedad donde las personas apenas alcanzan a hablar con el que tienen al lado.

Qué suerte tengo. He sido de los últimos pensé al entrar en el tranvía abarrotado.

Pero qué equivocado estaba. No pasaron ni dos minutos cuando el interior del vagón duplicó la capacidad de aquel avispero inyectado de prisa y rendición.

Dentro de aquel cubículo de neón barato todo eran brazos, piernas y cabezas aunque afortunadamente me salvaba mi altura; unos centímetros que me convertían en un gigante para la mayoría de los asiáticos y que me daban la posibilidad de observar desde el cielo aquel extraño mar de carne —oscuro y silencioso— repleto de náufragos.

Cerca de mí —tanto que podía oler su aliento a cerveza— chillaba para los insectos una joven de pelo rojo. Digo para los insectos porque ni nadie ni yo —que como he dicho estaba pegado a ella— habríamos sido capaces, ni en cien años, de poner tono a aquellos gritos cibernéticos que reflejaban aquel aniñado rostro de Munch.

Qué lejos se encontraba ella de mi infancia donde se gritaba hasta el pedir pan a tu madre o anunciar la alegría.

La cara de la muchacha, pálida y gris como ciertas mañanas tristes que tuve en Fukuoka, mostraban los tonos del rigor mortis de los que no saben o no quieren regresar a casa. La salvaban de la miseria unas pegatinas fluorescentes, con forma de estrella americana, estrelladas en cada uno de sus mofletes aguados.

A los pocos segundos de bajar en mi parada pensé —como pensó Saramago un día en Amarante— en cómo serían sus verdaderos días de tormenta. Si serían silenciosos, enfermizos o la llevarían a buscar refugio en aquello que llamaban internet. Porque apuesto mi alma que aquella niña distaba mucho de estar padeciendo una tormenta. Me remito a la estúpida forma que tenía de restregarse las lágrimas.

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