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Aquel año el verano había llegado casi sin avisar. De pronto las tardes se alargaron; mientras los cuerpos iban pidiendo tejidos livianos, colores alegres y sol a la orilla del mediterráneo. En junio todo cambiaba. Desde que llegó a Barcelona, ése era un mes en el que podía ocurrir cualquier cosa, sobre todo si tenías dieciséis o diecisiete años. Porque entonces, ese gran misterio que nunca acababa de descubrirse podía estar a punto de hacerse algo tangible, palpable.

Cuando se acercaba la noche de San Juan, los grupos de chiquillos recorrían las calles, buscando todo aquello que, por el paso del tiempo, pudiera ser lanzado a las llamas. Antes del gran día, se amontonaban en las plazas y en cualquier rincón más o menos escondido del barrio, sillas, aparadores desvencijados, sillones con las tripas al aire, mesas, mesillas y demás cachivaches inservibles, susceptibles de convertirse en cenizas, por obra y gracia del fuego purificador. Año tras año la misma tónica; la tradición se repetía de forma invariable, porque siempre había alguien que se iniciaba en el ritual.

Pero ni el fuego ni los cohetes le resultaban muy atractivos. Lo que de verdad le seducía era ese instante en el que, junto con sus primas, su hermano y el grupo de amigos, ocuparía la terraza del ático en el que ese año se celebraba la fiesta. Antes de eso, su madre le habría hecho una serie de recomendaciones y advertencias sobre cuál era la el comportamiento más adecuado a una joven de su edad. El discurso se lo sabía de memoria; vamos, que estaba más bien harta de la misma cantinela cada vez que tenía que acudir a algún sitio en el que se suponía que iba a encontrarse con muchachos de su misma edad, o incluso mayores.

Aquel año, había estrenado un vestido que era un arco iris de colores. Se había comprado la tela de una tienda del barrio y tuvo la gran suerte de que la señora Antoñita, una vecina del tercero que era una artista de la aguja, lo confeccionara, en un estilo muy moderno, como se llevaba: el talle alto, con la costura justo por debajo del pecho, ajustándole esa parte, de donde caía en forma muy vaporosa la falda, con un pliegue en el centro. Ya no recuerda si llevaba una manguita corta, o era de tirantes. Lo que tiene muy presente en su memoria es que su madre había accedido a dejarle una medida de acuerdo con los cánones del momento. No es que fuera una minifalda como aquellas que llevaban muchas chicas que ella conocía; no tanto, pero era aquel un vestido corto y vaporoso, que la hacía parecer más moderna y mayor.

No ha olvidado los zapatos y el bolso; ambos de color blanco y de un material brillante que imitaba al charol. Los zapatos se llevaban con un tacón grueso y el bolso recuerda que tenía muchos bolsillos sobrepuestos, con hebillas. Aquella noche no parecía la misma, incluso se maquilló un poco; sólo los ojos, que eran su punto fuerte. Sombreó con un polvillo blanco la parte que hay entre las pestañas y las cejas, señaló con un color marrón el arco que divide en dos el párpado y por último un poquito de rímel, para alargar y dar color a sus pestañas casi rubias.

Un poco antes de la media noche, las calles del barrio eran un hervidero de gente joven. A esa hora, cualquier día, incluidos los fines de semana, ella ya estaba en casa; pero eso era lo emocionante del asunto: poder salir de fiesta y no volver a dormir hasta el amanecer.

En la parada del autobús se encontró con el grupo de amigos y con sus primas. Luego, un viaje de más de una hora de metro, hasta llegar al barrio de Horta. ¡Cuántas músicas!, ¡Qué cantidad de farolillos de papel de todos los colores!, ¡Y los fuegos artificiales…! A medida que se acercaban a la plaza de Ibiza, caminando por el Paseo de Maragall, el corazón parecía seguir el ritmo de las canciones de los Brincos, los Sirex… los Mustang, vaya, de los grupos de entonces que, por cierto, se les llamaba conjuntos. Se sentía arrastrada por toda aquella algarabía; los pies se le iban, sin poder evitarlo y entonaba por lo bajini aquello de “Quiero estar borracho otra vez, otra vez, otra vez…”, animando a su prima, que era un poco tímida.

Por fin llegaron a la casa donde se hacía la fiesta. El ascensor hizo más llevadero eso de subir a un quinto piso, y la dueña de la casa los recibió con una sonrisa. De fondo se escuchaba una canción de los Bravos que a ella le encantaba: Los chicos con las chicas. Algunos de los invitados bailaban dando aquellos saltitos tan graciosos, que se acompañaban con los brazos, en un balanceo difícil de describir.

Buscó un lugar para sentarse; era una forma de pasar más desapercibida, porque su hermano, que era el que conocía a todo el mundo, se mostraba totalmente espontáneo y relajado en el ambiente. Ella no, ella necesitaba su tiempo, ¡Y no digamos su prima…! No habían pasado más de diez minutos, cuando una voz la hizo reaccionar y salir de una especie de mundo interior al que muchas veces acudía cuando se sentía sola, o fuera de lugar.

- ¿Bailas…?

- Bueno, respondió, tímidamente.

Y avanzó por la terraza, al tiempo que ya sus pies iban marcando el compás de la música. Aquel chico, un invitado al que no conocía, bailaba muy bien y le pareció muy guapo y simpático. Él debía pensar lo mismo de ella, porque ya no se separaron en toda la noche. Y allí, bajo las estrellas, en una noche de San Juan, aquella adolescente soñadora, vislumbró en qué consistía el misterio que tanto ansiaba descubrir.

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