Es bastante conocido el discurso que pronunció el jefe indio Noah Sealth en 1854, en respuesta a la propuesta de compra de sus tierras efectuada por el entonces presidente de EEUU, Franklin Pierce. El contenido que se conoce de ese discurso es dudoso en su literalidad, pero es probablemente cierto en su espíritu. En esencia, se cuestionaba que la tierra se pudiera comprar y vender, un concepto extraño para las tribus indígenas de ese lugar, en un momento en el que el desarrollo industrial llevaba a las naciones occidentales a una expansión mundial en forma de colonialismo. El hombre blanco ocupaba, o compraba como en este caso, las tierras a pueblos más vulnerables en virtud de la supuesta superioridad de su civilización.
Siglo y medio después, el colonialismo original ha ido dejando paso a otras formas más sofisticadas del mismo. Pero las guerras y las hambrunas, junto a la persecución por causas políticas o religiosas, consecuencias en buena medida de ese colonialismo, han invertido el sentido del movimiento de población, siendo ahora las antiguas metrópolis las receptoras de la misma, y las antiguas colonias las emisoras. Se trata sin duda de gente sin expectativas en sus países, pero que no ha perdido la esperanza de vivir una vida mejor en el primer mundo, una vida a la que pueden asomarse gracias a unos medios de comunicación globalizados. Son los pobres de los países pobres. El conflicto está servido a su llegada. Siempre hay quien los mira de reojo preguntándose qué oportunidades de trabajo o servicios públicos está perdiendo en favor de ellos. Sin entrar en mayor detalle, habría que recordar que suelen aceptar puestos de trabajos que los nacionales no ocupan, y son responsables del rejuvenecimiento de la envejecida población del mundo desarrollado.
Se puede entender, aunque no se comparta, que cualquier persona pueda tener sus temores ante este fenómeno, lo que no se puede comprender es la actitud claramente xenófoba de ciertos líderes políticos. Casos como el del primer ministro británico David Cameron, que ha tildado de “enjambre” al grupo de inmigrantes que intentan entrar en el Reino Unido por el Eurotúnel de Calais, y que ha anunciado medidas que parecen de la Edad Media como que los caseros británicos deberán expulsar de su vivienda a los inquilinos que carezcan de derecho de residencia.
O como el del gobierno húngaro de Víktor Orbán, que prepara una valla de 175 kilómetros contra la inmigración procedente de Serbia. En el caso de España, hay que mencionar al candidato elegido por el Partido Popular de Cataluña para la presidencia de la Generalitat, Xavier García Albiol. Alcalde de Badalona en la anterior legislatura, ha destacado por su verborrea xenófoba, cuyo punto culminante ha sido el lema utilizado durante esta última campaña electoral: “limpiando Badalona”. Estos son algunos ejemplos, sin olvidarnos del Frente Nacional francés, de conductas gravemente irresponsables, que criminalizan a los inmigrantes por el hecho de serlo, generando o agravando respuestas de una parte de la sociedad contra la inmigración.
Pero la inmigración no es el problema. La inmigración es un fenómeno humano tan viejo como el hombre. El problema es la respuesta que desde sociedades como la nuestra damos a la inmigración. La respuesta no puede ser “limpiar” una ciudad o un país. ¿Qué será lo siguiente? África es una bomba demográfica que estallará en unas pocas décadas. ¿Cuál será la respuesta entonces? La respuesta pasa por ayudar más y más eficazmente a los países de origen y regular más generosamente el flujo de entrada en nuestros países. En fin, poner en práctica una política de suavización de las desigualdades entre ambos mundos. Pero, en vez de eso, levantamos vallas, dictamos leyes y lanzamos a nuestros cuerpos de seguridad contra los inmigrantes en un afán por evitar que pongan un pie sobre nuestro suelo, sobre nuestra tierra. Pero, ¿es realmente nuestra? Creo que, para responder, merece la pena recordar las palabras de Noah Sealth: “Las naciones están hechas por hombres. Es así. Los hombres aparecen y desaparecen como las olas del mar. Ni siquiera el hombre blanco, cuyo Dios pasea y habla con él de amigo a amigo, queda exento del destino común de las cosas. Después de todo, quizás seamos hermanos”.
Juan Antonio Cabello Torres es licenciado en Ciencias Empresariales.
