Terrenos de la antigua Delphi.
Terrenos de la antigua Delphi.

Cómo será la vida cuando te dan por muerto. Cómo será la vida cuando toca gritar, y mover los brazos, como un náufrago en mitad del mar: “Miradme, eh, que sigo aquí, que aún no me he ido”. Fue justo en mitad de la calle. Fue justo entre antiguos trabajadores de la fábrica de Puerto Real, la de la palabra prohibida, la que cerraron sin avisar. Fue justo cuando hicieron público que al final, pasada una década que pareció un siglo, la cuenta del festín la pagan ellos: los curritos. Les salía a perder aunque ni siquiera se sentaran en la mesa, aunque no hubiesen probado los platos ni los gin tonics. Aunque el sabor de la pobreza se haya clavado en la boca y ya no se marche por más saliva que traguen.

—¿Qué hacemos?, preguntó un hombre pasado los 50, pantalón corto, camisa a rayas y la cara angustiada de no pegar ojo hace mucho tiempo.

—Tenemos que concienciar a la gente de que no estamos muertos, le respondió otro, más joven, con vaquero, camiseta blanca y la misma mirada de miedo.

La historia de la factoría americana es la más injusta de todas. Las mentiras de aquel cierre y la intoxicación de la opinión pública es para quemarse por dentro. Aquel pastel se lo repartieron unos pocos, los mismos que hoy cobran dietas en el mes de agosto, aunque no acudan al Parlamento. Los mismos que se suben el sueldo a escondidas, por debajo de la mesa, con el pretexto de que devuelven a los funcionarios un poco de lo que arrebataron. Los mismos que se embolsan 13.000 euros por presidir durante cuatro minutos en dos años una comisión en San Telmo.

Hablaron de privilegios, pero nunca de la deslocalización. Les llamaron flojos y señalaron unas bajas que resultaron ficticias, en vez de hablar de un sistema injusto, de un tejido industrial inexistente, de un capitalismo que exprime en un país y cuando han secado hasta a la última persona del engranaje, se marcha a Polonia y deja a cambio un reguero de lápidas con nombres para seguir engordando a costa de la mano de obra barata.

En la mochila cargan con el peso de los cursos de formación. El mismo partido de las promesas incumplidas antes de las elecciones forró a sus corruptos en nombre de la clase obrera. En el currículo tachan de donde vienen, porque aquellos madrugones y jornadas interminables de pie frente a la cadena del engranaje se han convertido en una herencia envenenada, en una experiencia que castiga, en una mirada de reojo y un susurro: “Este no, trabajaba en Delphi”.

Y ahora, después de un encierro interminable, a pesar de lo sufrido y de la angustia de la nevera vacía, recuerdan que no han muerto ni se han ido. Siguen aquí, que lo sepa la gente, aunque intentaran enterrarlos en vida.

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