Esta semana hemos vuelto a llenar las calles. Hemos vuelto a reivindicar algo tan simple como nuestra voz, nuestra propia voz. Hemos vuelto a teñir de morado el asfalto, las aceras, las plazas y las avenidas. Hoy, más que nunca, nuestra lucha es múltiple. Luchamos contra la desigualdad salarial y laboral, luchamos contra los asesinatos perpetrados por el machismo y sus esbirros, luchamos contra el miserable techo de cristal —y contra esas esquirlas que se nos clavan en los brazos y en el alma cuando intentamos traspasarlo—, luchamos por nosotras y por todas las demás. Luchamos por las que fueron y por todas aquellas a las que nunca les dejaron ser nada.
Y es que el 8 de marzo, al que hace ya tiempo le quitaron del rótulo el “trabajadora” porque no le hacía ninguna falta, es para las mujeres. Para esa mitad del planeta que sufre más que la otra mitad para tratar de alcanzar un escalón menos. Para esas personas que se encuentran librando una carrera de obstáculos mientras sus compañeros de promoción corren los cien metros lisos. Para las que se esfuerzan el doble en casa y fuera, las que postergan la maternidad —si es que la desean— por no dejar de ser competitivas, para las que criaron a hijas a las que entregaron nuevas oportunidades y también a hijos para que resultaran ser menos cabrones. Para las que no somos especialmente fuertes, ni valientes, ni maravillosas, pero seguimos ahí.
Porque el 8 de marzo no es un día para recibir regalos, ni flores, ni desayunos. Es un día para tener un poco menos de techo que se cierne, de responsabilidades que pesan demasiado, de jornadas dobles, de violencias duras y simbólicas. De acoso y vulnerabilidad. Porque no hay que obsequiarnos como a esa Pitufina exótica, única como un accidente más de la naturaleza, no hay que dorarnos ninguna píldora. Porque, como diría Aretha, solo quiero tu respeto. Solo quiero que me veas como la otra mitad del mundo, con mis fallos, mi valía y mi singularidad. Porque no somos fuertes, ni valientes, ni maravillosas, pero somos mucho más. Somos la mitad de un mundo que se para sin nosotras.
No somos la solución a los problemas, no somos la panacea por descubrir, no somos un calendario de Mr. Wonderful ni un reel de Instagram de belleza perfecta y sueños cumplidos. No somos mamás todoterreno, guapas, modernas y estupendas. Y lo más importante de todo: no tenemos que aguantar que la sociedad nos obligue a necesitar serlo. No tienes que ser fuerte, sino seguir sacando de flaqueza las fuerzas para combatir como lo haces todo lo que te daña. No tienes por qué ser valiente, aunque sea un acto de valentía bajar al mundo cada día como lo vienes haciendo, a un mundo demasiado hostil e inseguro. No estás obligada a ser maravillosa, ni mucho menos a serlo cada segundo de tu existencia. A lo que sí estás obligada es a darle una buena patada en el culo a nuestra enemiga más cruenta: la presión. Porque esa presión es nuestra verdadera prisión, ojalá que cada vez más revisable y menos permanente. Ni fuertes, ni valientes, ni maravillosas. Ni falta que hace.
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