Carnaval de Montevideo.
Carnaval de Montevideo.

Esperamos al ómnibus en una esquina entre chorros; uno de ellos lleva en su mano una aparato eléctrico de descargas. Van y vienen, por suerte parecen ignorarnos. Por fin llega el nuestro. En el primer ómnibus viajamos hacia las afueras apenas diez minutos. Cuando esperábamos para bajar un matrimonio, que iba sentado, nos miraba; ella llevaba tomado del brazo a su marido, nos miraba y bajaba su mirada. Él miraba decidido a mi amiga; a mí.

Desde que conozco a Franca he comprobado que el 12% de la población afrodescendiente de Montevideo, según una encuesta; que resulta casi invisible ante mis ojos desde que salgo de paseo con una mujer negra; que esa invisibilidad resulta para mí enormemente visible. En la Sala Zitarrosa ese 12% significaría unas 36 butacas: la única persona que yo pude ver con piel de color negro era mi amiga. El sábado en un café del centro, donde quedé con otra mujer negra para conversar sobre los afrodescendientes y la afrodescendencia, solo percibí a dos mujeres afrodescendientes: una camarera y Letizia Rodríguez Taborda, una mujer conocida y reconocida por sus actividades docentes y su desempeño artístico.

El segundo ómnibus llegó, por fin. El chofer saludó a Franca amablemente. Partimos. Después de una hora dejamos al lado de la ruta una cartel que anunciaba el final de Montevideo; todavía nos faltaría casi una hora más. Estábamos llegando y en una cuneta había una fogata con la que estaban templando las lonjas de los tambores del candombe. Íbamos a su casa, conoceríamos a su mamá. La hospitalidad, una vez más, era natural e inmensa.

Decidimos bajar al centro del pueblo: iba a salir una murga que no salía desde hacía mucho tiempo. De camino al centro cultural saludaron a un señor que tomaba mate sentado en un banco de la plaza. Un señor de piel negra con quien nos saludamos cordialmente. Hubo un par de encuentros más con vecinos. Desde afuera se escuchaban ya los sones de una murga, La Gran Siete. La murga cantaba sin aspavientos, suave, decidida, “hoy puede ser un mal día”: es típico en casi todos los Carnavales tomar canciones que ya existen y deformarlas según la sátira que se quiere expresar. Caminamos por el patio, vimos el mercado de artesanos, saludamos a varios vecinos y conocidos más. Entré en conversación con un matrimonio cuya hijita pequeña se alzaba sobre sus puntillas para que sus manitas percutieran en la lonja del tambor de candombe. Una conversación amabilísima en la que elles me contaron todo lo que sabían de su Carnaval y me invitaban a seguir conociéndolo, a seguir conectado con su pueblo; me explicaban la historia de la murga de su pueblo, en la que hoy cantan padres, hijos y abuelos. Si lo puedo expresar así: la mejor murga que haya visto hasta ahora, la más original, la menos producida, la más popular. No quito valor a las maravillas del Teatro de Verano ni a los tablados de la capital; esta era sin embargo la murga del Carnaval.

De mi encuentro con Letizia saldrá una nota monográfica: lo merece el tema y lo merece su persona. Nuestra conversación sobre candombe resultó iluminadora de lo que yo había vivido en las conocidas como Las llamadas, un desfile de comparsas de candombe que ocupa toda la calle Isla de Flores durante varias horas.

El candombe, Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, está incorporado plenamente en el Carnaval de Montevideo. Yo diría más. El candombe es la forma, seguramente, más popular de fiesta popular como elemento del magma enorme que es todo Carnaval y también el de Montevideo. En contra de la normatividad y la comercialidad, que cubre toda la calle con sillas y tribunas, de pago, todavía quedan vecinas que bajan a la calle, junto a sus portales, sus propias sillas y se sientan junto a la pared dejando paso entre las sillas puestas por la intendencia y las suyas.

La personas bailan candombe al ritmo de las cuerdas de los tambores del desfile desde sus asientos, espontáneamente. Al final del desfile, como si fuera una procesión, después del cordón policial, el pueblo de Montevideo baila, llena la calle, hace suya la fiesta, siente suya la fiesta. En las azoteas bailan también, y no solo miran.

Han sido dos días de calor intenso que llegó a postrarme y dejarme inactivo. Este es un verano muy bravo; los hay más bravos. Es extraño ver celebrar un Carnaval en verano por mis ojos europeos; por la apropiación cultural europea. El Carnaval popular de murgas, que lo hay, se percibe sobre todo en los barrios con niños bailando; en los pueblos, como este que yo he tenido el gusto de conocer. Tablados de Carnaval organizados por los vecinos; un Carnaval en el que no solo son espectadores, que los conecta y cohesiona.

El candombe vive un momento de oro turístico y comercial; también cultural. Me decía Wellington Silva que ellos están mezclando candombe con música electrónica, fusión contra la que no faltan críticas. La unión del candombe con el jazz, legendaria, experimenta una nueva línea. Y la despopularización del candombe es un tema que ocupa a muchas personas afrodescendientes, por su comercialización y lo que puede tener de exclusión para las personas de piel negra, o no, por su condición de personas pobres o con recursos limitados.

El candombe, que para muches es danza y tambor, es también raíces, identidad, cuidado, olla popular y sostén social. Es cultura popular, y una cultura popular que aporta elementos a la alta cultura musical, por ejemplo. Seguiremos hablando de candombe y de Carnaval.

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