Una comida navideña.
Una comida navideña.

Soltó el paño, por fin había acabado con toda la vajilla. La vajilla de las ocasiones, la que permanecía siempre en el mueble del comedor. Había sido una cena como todas las de nochebuena, un espectáculo, un circo de tres pistas donde actuaba la enorme familia de su marido.

Debía devolverle al comedor su aspecto pulcro y tranquilo, pero ahora no podía.

Habían empezado por los entremeses: las gambas, el paté de cabracho, los canapés, los hojaldres rellenos de salmón, el jamón, el queso, el lomo. Luego el caldo de marisco, con su zarzuela, después el pavo y luego los turrones con el tronco de navidad. Como una rueda que gira igual año tras año, su suegra se quejó de que el caldo estaba soso, su cuñado Antonio dijo que el lomo estaba demasiado curado y que el jamón en cambio estaba muy fresco, prácticamente carne salada.

Josefina la mujer del hermano mayor de su marido no probó nada y lo miró todo con cara de asco. Sus hijos ya no acudían a estos eventos porque se habían hecho mayores y compartían con su familia política. Pero aún así eran siete niños los que se sentaban a la mesa. Los veía sólo en las fiestas y acababa saturada de ellos. Eran caprichosos, llorones, alborotadores, se lanzaban comida de un lado a otro y sus padres les servían generosas raciones que por supuesto no eran capaz de terminarse.

Su marido se sentaba presidiendo y ella sencillamente no se sentaba, acudía a uno y a otro sirviendo, complaciendo, sonriendo tanto que las mejillas le dolían, hasta ese punto llegaba su deseo de agradar.

Nadie se planteaba que la cena pudiera ser en cualquier otro lugar, porque ellos no habían tenido hijos, Germán era el hermano más exitoso y porque disponían de la casa más grande. En esos momentos siempre deseaba un piso diminuto, uno de esos de protección oficial que tienen los metros escrupulosamente contados. Todos los años la misma aspiración, habitar la jaula de un canario antes que abrir la puerta a aquella legión desalmada que no cuidaba sus muebles y que como un enjambre colonizaba la casa entera.

Los encontraba asomados a la nevera, por si descubrían algo que no se hubiera sacado a la mesa, escudriñando la alacena y tocándolo todo, deshaciendo el orden del que tanto se enorgullecía, no había nada allí que no estuviera colocado por orden alfabético. Ocupando los tres baños de la casa, incluido el de su dormitorio. Más de una vez los halló fisgando en sus armarios.

Lo peor es que pasaban al salón con las manos manchadas, llevando turrones entre el pulgar y el índice, incluso platos con pastel. Aquel era el lugar para tomar licores, para eso disponía de su pequeño bar, pero ellos extendían el campamento a su gusto. Cuántas veces los hubiera colocado en fila y con un paño húmedo les hubiera limpiado las manos antes de que pudieran tocar con ellas sus preciosas tapicerías, hechas a mano por un tapicero nada barato.

Si no salieran del comedor sería un fuego controlado, todo lo demás permanecería como siempre, como si nadie habitara allí, su casa de las hadas. Tan grande era su ansia de acabar con aquello que habían pasado por su cabeza ideas de todas clases y una de ellas triunfó. Nadie despreciaba su sorbete de fresa, el que ofrecía a los postres y aquel año no iba a ser una excepción. Todos quisieron tomar y fueron cayendo en un sueño profundo. Roncaban con las cabezas caídas hacia atrás mientras que un chorrillo de baba brillante les corría por las comisuras de los labios. Los niños dormían en el suelo debajo de la mesa, donde solían esconderse para hacer sus travesuras. Su marido yacía con la cabeza caída sobre su porción de tronco navideño y por el burbujeante ruido había deducido que casi no podía respirar, pero prefirió dejar el plato sucio a correr el riesgo de despertarlo. Los miró a todos complacida y antes de cerrar la puerta, en un arranque navideño, alzó la mano, hizo la señal de la cruz y dijo con voz cantarina: "la paz os doy".

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