Imagen de un parto asistido.
Imagen de un parto asistido. Irene G. Ruiz

La bisabuela Andrea miró al niño envuelto en lanas y escuchó a la abuela por parte de padre repetir una frase: “Ya te ha pasado lo mejor que puede pasarle a una mujer”. Y no pudo evitar que los ojos se le arrasaran en lágrimas. Nadie le prestaba atención, nadie se daría cuenta, había sido colocada en un sillón donde no estorbara, con vistas a la ventana. Una ventana a la noche rápida de otoño del cambio de hora.

A ella le dijeron lo mismo cuando parió a su primer hijo, Domingo, y no sabía si podía aplicarse a los otros ocho que vinieron detrás. Un embarazo tras otro, siempre un niño en la teta y la casa pequeña, el sueldo pequeño y los problemas grandes. Su madre acudió la primera vez a ver al primer nieto, los demás se daban por sentados, no constituían una novedad ni una atracción. Se les bautizaba casi de contrabando, a las ocho de la tarde, una entrada por salida a la iglesia y sin fiesta. Padres y padrinos, sus vecinos Amalia y Felipe.

No sabría decir si lo mejor que puede pasarle a una mujer, a ella le pasó nueve veces. Recordaba los llantos y los mocos, las fiebres de madrugada, el día que se fue Eusebio, que siempre tenía hipo y que un día apareció muerto en su cuna con la pelusita en la frente. Se daba por sentado que el marido tenía sus derechos y que éstos se convertían en maternidades.

Ese marido suyo, tan maniático, que no soportaba que los muebles se cambiaran de sitio, ni para una limpieza. Tenía que apostar a los chiquillos en las esquinas para que le advirtieran de su llegada cuando pintaba para volver a recolocar antes de que entrase por la puerta. Gastaba el sueldo en el tabanco, allí convidaba a sus amigos el día de paga a pescado frito, pescado que freía ella y que no probaban sus hijos. Su madre sólo le hablaba para decirle: “ya te lo advertí, ese hombre era de los que convertían una casa en un caserón”. Así que lo mejor era no verla entrar por la puerta.

Ella pensaba que los tiempos habían cambiado y que lo mejor que podía pasarle a una mujer era ser dueña de su propia vida. Pero las costumbres estaban ahí para seguir tirando hacia el fondo. Se levantó, se abrió paso en el grupo que rodeaba a la parturienta y dijo en voz muy alta:

–El bebé es precioso pero lo mejor que puede pasarle a mi nieta es su propia vida. –y miró a todo el grupo por si alguien le hacía réplica. 

 

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