La semana pasada me encontré con una noticia que me dejó en shock. El titular decía: “¿Qué les parece mi mujer?”: los hombres que comparten fotos y vídeos de sus parejas sin que ellas lo sepan. Me quedé mirando la pantalla del móvil, leyendo el artículo entre el asco y la incredulidad.
Lo primero que pensé fue que sería un grupo puntual de personas deleznables. Después, sin embargo, al descubrir la magnitud del fenómeno, me quedó claro que no eran casos aislados.
La difusión de imágenes íntimas sin consentimiento —el tristemente célebre revenge porn o “porno de venganza”— no es ninguna novedad. Ha sido durante años uno de los medios más habituales para humillar a exparejas. Pero lo que verdaderamente me impactó en este caso fue que esta variedad de violencia es hacia mujeres que aún conviven y confían en sus parejas, mujeres que ignoran que su intimidad se exhibe y mercantiliza entre extraños.
Pero, ¿de qué me sorprendía? Las mujeres no pueden bajar la guardia en ningún momento, ni siquiera en el entorno que se presupone más seguro. En España, según la Macroencuesta de Violencia contra la Mujer de 2019, el 17,3 % de las mujeres que han sufrido acoso sexual lo han vivido en su entorno laboral. Y si pensamos en el hogar, la cifra es igualmente preocupante: un 12,5 % de las mujeres ha padecido violencia física o sexual por parte de su pareja o expareja a lo largo de su vida. Por si fuera poco, en 8 de cada 10 casos de abuso sexual infantil el agresor es un hombre del entorno familiar, según Save the Children. El peligro casi nunca surge de un desconocido que acecha desde las sombras.
Es fácil pensar que detrás de cada foto que se compartía en estos grupos, había una serie de monstruos: individuos aberrantes que grababan y difundían este material. Pero todo espectáculo grotesco se sostiene gracias a una audiencia que lo aplaude, y estos grupos tenían miles de miembros. Miles.
Cuando terminé de leer el artículo, mi primera reacción fue: “Quiero negarme a aceptar que esto sea normal, que mi vecino, familiar o amigo pueda estar difundiendo o consumiendo este material”. Pero la incredulidad no puede quedar en la negación. Ese “no me lo creo”, debe transformarse en resistencia: “no puedo aceptarlo”.
"Sentirme ofendido por una generalización no era comparable con caminar por la calle con miedo porque vuelvo a casa solo (…). Ese #NotAllMen era parte del problema"
No todos los hombres. Pero siempre un hombre. Ese matiz final es de vital importancia. Recuerdo mis reacciones iniciales cuando el feminismo resurgió con el movimiento #MeToo. Esa punzada de orgullo herido cuando escuchaba que los hombres violábamos, que éramos depredadores en potencia. ¡Si yo no era así! Yo no era un violador ni un pederasta. ¿Por qué me tenían que meter en el mismo saco?
Pero me di cuenta de que sentirme ofendido por una generalización no era comparable con caminar por la calle con miedo porque vuelvo a casa solo, o con no perder de vista la copa en una discoteca, no me fueran a echar burundanga. Ese #NotAllMen era parte del problema, porque yo no debía ocupar el centro del debate ni sentirme acusado, cuando en realidad esto no iba sobre mí. La cuestión siempre fue sobre ellas.
Es cierto que no todos los hombres somos así, pero siempre es un hombre. Y por eso no basta con no compartir fotos íntimas, no acosar o no violar. Somos cómplices cuando callamos, cuando dejamos pasar las pequeñas agresiones machistas de nuestro entorno, cuando ridiculizamos a un amigo feminista llamándole “aliade” o cuando respondemos con argumentos de auténtico cuñado, esa falacia de la falsa equivalencia —usar un caso aislado para negar miles de realidades (por ejemplo, “también hay mujeres que matan a sus maridos”)— que no demuestra nada, y acaba retratando más a quien la usa que al problema que pretende negar.
Seamos sinceros. Pensemos en nuestras parejas, amigas, hijas. ¿Por qué les enviamos un WhatsApp de madrugada preguntando si están bien cuando han salido de fiesta? ¿Por qué, si acercamos a una amiga hasta su casa, esperamos en el coche hasta que entra? ¿Por qué decimos a nuestras hijas adolescentes que “tengan cuidado”? ¿Les decimos lo mismo a nuestros hijos y amigos? ¿Tememos que no lleguen a casa? Reconozcamos que no sabemos lo que es vivir en ese estado de alerta constante.
Así que, no. Quizás no somos esos hombres, pero somos hombres. Y sabemos que entre nosotros hay mucho cabrón suelto dispuesto a hacerle daño a las mujeres que nos importan. Dejemos de buscarle tres pies al gato y busquemos mejor en nuestro entorno a quienes nos dan mal nombre, y señalémoslos. Actuemos. Seamos valientes. Tengamos la “hombría” de no callar ni mirar hacia otro lado, porque siempre es un hombre.


