¡Miedo me da!

f999x666-62919_157984_21.jpg

“Estamos en peligro”. Lo dijo mi padre mientras cenábamos, dejando caer la cuchara en el plato de sopa. “Estamos en pleno proceso de despersonalización. Quieren convertirnos únicamente en consumidores”. Dijo encendiéndose como una bombilla, para acabar resignadamente de sorber su caldo.

Doce años más tarde continúo la cruzada de mi padre. Saco a los alumnos de excursión con una única condición: sin móviles. Quiero que se paren a mirar el mundo que les rodea. Casi ninguno conoce el centro histórico de la ciudad en la que viven. No han podido impresionarse al mirar las gárgolas de San Miguel. Ese diablo listo para alzar el vuelo al anochecer. La calle de los muertos. El Alcázar, la plaza del Arenal con su dictador, la puerta Real. Tengo que llevar cuidado con que se pierdan, no saben orientarse. Las grandes superficies comerciales son los únicos lugares donde se mueven como pez en el agua. La consumidorización les afecta a ellos mucho más que a mi generación y ni siquiera son conscientes.

Los combatientes de esta cruzada estamos cada vez más solos. Cada vez quedamos menos personas a color y más gente totalmente transparente. Me resulta difícil distinguirlos, Miguel, Marcos, Carmelo, Rosa, Marina. No hay rasgos definitorios que los individualicen. Ellos asisten imperturbables al proceso de uniformización. Se ríen de mi alarma, dicen que no se puede luchar contra el progreso, que el mundo avanza. Yo sé que no es así, la historia se repite y no porque sea circular sino porque se mueve en espiral.

Hoy no asisto a clase, la gripe me lleva a la consulta de mi médico de familia. Tengo fiebre y me duelen los huesos. El médico me pregunta qué deseo tomar. Me creo que es una broma, será él quien debe recetarme. Pero dice que no. No quiere que me vaya descontento de sus servicios, espera convertirme en cliente satisfecho. Alterado, me indigno, me niego firmemente. Yo quiero ser paciente, no quiero ser cliente. El médico sonríe. “Ha llegado usted tarde, ya no puede pararse la usuarización”.  “Descanse, duerma, para qué resistirse, Diez y cuarenta y cinco, es demasiado tarde”. Me levanto y le indico: “Me llamo Federico”. “Debe guardarse toda información que le personalice, ya conoce la protección de datos”. Añade bajando la voz y mirando alternativamente la puerta y la ventana, como si súbitamente pudiéramos ser asaltados por el comando anti revelación. Me marcho sin adquirirle nada, ya se quitara sola.

Duermo inquieto, a cada rato me incorporo sobresaltado y miro, mis brazos en pijama azul con rayas blancas pues temo despertarme de ningún color. No recibo llamadas, el teléfono fijo suele ser un adorno y nadie tiene línea que le una al mío. Lo descuelgo y escucho su pitido, su fidelidad me asombra y me conforta, aunque no oiga ninguna voz.

Tres días más tarde vuelvo a levantarme con mi despertador. “El director le espera”, me comunica la conserje. Sonrío animado, querrá preguntarme si estoy recuperado. “Pase, pase, profesor 21, no queremos que llegue tarde a su aulización. Sólo quiero decirle que le faltan informes y le sobran dotes de buen profesor. Por favor durante las clases rellene formularios y deje a cada uno con su ordenador”. Quisiera contestarle pero ha sonado el timbre e indica con la mano que nuestra entrevista ha terminado.

Subo los escalones compungido. Un alumno me mira y dice: “Cambie la cara profe, ahora todos podremos verle, en una esquinita de la pantalla de cada ordenador”. “Procure no excederse en ninguna explicación”. “Ya no hay salvación”, le digo a mi hijo mientras cenamos, pero no puede oírme lleva puesto los cascos, nadie me oye sorber mi caldo.