Mi vida sin un Haití a la deriva

Si tuviera hoy en día el encargo de presentar a mi país, confieso que me sentiría dividido por sentimientos ambiguos, contrapuestos

'Mi vida sin un Haití a la deriva', por Alix Coicou.
02 de junio de 2025 a las 11:19h

Mi país se encuentra en la UCI en un estado comatoso. Su situación me corroe y todavía más puesto que su cuerpo está a la deriva, sin especialistas responsables, honestos y, sobre todo, competentes a su vera que le puedan sacar de este hoyo. El grave conflicto que padece no interesa a las grandes potencias, preocupadas supuestamente por asuntos de mayor calado y, por ende, no invita a que se ocupen de él. 

El ultraderechista y egocéntrico presidente estadounidense recién elegido, Donald Trump, calificó hace años a Haití de “país de mierda” y recientemente a sus inmigrantes, radicados en la comunidad de Springfield, de comedores de las mascotas de sus vecinos. Su promesa electoral de expulsar de los EE. UU. a los inmigrantes ilegales “en teoría con antecedentes criminales” se ha transformado en una amenaza a todos los inmigrantes. Prueba de ello es que el pasado 25 de marzo “532.000 venezolanos, nicaragüenses, cubanos y haitianos que entraron legalmente en el país durante la Administración de Joe Biden se han convertido en indocumentados” según el artículo publicado recientemente en el diario El País bajo la firma de José Luis Ávila y Carla Gloria Colomé. 

Por lo tanto, un número nada baladí de extranjeros, con años de estancia en EE. UU., serán expulsados a sus países, en el mejor de los casos; una cifra alta de haitianos tendrá que volver a la vida dura, llena de penurias de distinta índole y de inseguridad que pensaban haber dejado atrás y superado, al intentar labrarse unas mejores expectativas de vida en tierras de acogida norteamericanas. O, en el peor de los casos, deportados y atrapados en Guantánamo o en el Centro de Confinamiento del Terrorismo (Cecot), la megacárcel del presidente salvadoreño, Nayib Bukele. En este último, principalmente, estarán recluidos de por vida sin ninguna clase de garantías legales.

Esta arbitraria política migratoria del líder del movimiento MAGA (Make America Great Again) ha generado una psicosis de miedo, inquietud y dolor, sobre todo en la comunidad latinoamericana viviendo en EE. UU., porque se han difundido casos de algunos a quienes les ha sido retirada su Alien Card o tarjeta de residencia debidamente vigente; o los de Ricardo Prada Vásquez y Kilmar Abrego García, dos súbditos, de 32 y 29 años respectivamente y de nacionalidad venezolana y salvadoreña, que han sido enviados a El Salvador, acusados de pertenecer a la organización criminal Tren de Aragua; pese a reconocer la Administración norteamericana que cometió un error con Abrego García, se niega, sin embargo, a rectificarlo. 

El particular enfoque de este espinoso tema migratorio ha contribuido a dar fuerza a la xenofobia y a potenciar el racismo, y socava los fundamentos de la democracia estadounidense. Porque la Administración Trump no escatima ningún esfuerzo en su empeño de expulsar el máximo de “inmigrantes ilegales”, y no recula en emplear prácticas innobles que se aparentan a las de los peores regímenes autoritarios y, por consiguiente, impropias de un país que se vanagloria de ser la primera democracia del mundo. Con poca tolerancia a las críticas y a las frustraciones e inclinado a tomar decisiones efectistas y muy precipitadas, el magnate republicano parece tener una peculiar predisposición para hurgar en desgracias ajenas.

Sobre el suelo de Haití han nacido muchos hombres y mujeres que han dado brillo, frescura y resplandor al país; gente de diversos estratos sociales, actores de diferentes acontecimientos que han marcado su historia desde la independencia, proclamada en 1804, hasta nuestros días. Pero, si tuviera hoy en día el encargo de presentar a mi país, confieso que me sentiría dividido por sentimientos ambiguos, contrapuestos: estar halagado de tanta distinción y a la vez invadido por una profunda tristeza. No renunciaría a este compromiso y con un profundo dolor en el alma y una honda consternación, aprovecharía esta oportunidad para pintar el patético cuadro de la galopante degeneración de Haití y denunciar con acritud a los actuales gobernantes. 

Evitaría recrearme en este tópico que nos llena de orgullo, a nosotros los haitianos, evocando la gloriosa gesta protagonizada por los harapientos esclavos frente a las tropas francesas para conseguir otrora su independencia; porque mi país ha llegado al suelo de la descomposición física, política, económica, de la sordidez social; brevemente, ha alcanzado una sima que era muy difícil augurar hace muy pocos años. Una situación que no honra a los padres de la patria y en general a los que amamos este país. Llevo algo más de medio siglo viviendo fuera, pero me considero un desterrado. No quiero parecer ingrato, porque he sido muy bien tratado en España, donde he conseguido formarme, pero no llego, pese a todo, a plantearme la vida sin Haití, el país donde nací. No aspiro a ser más patriota que nadie, pero son mis sentimientos y me alivia plasmarlos en un escrito. 

Cuando Haití, en febrero del año 1986, se libró de la familia Duvalier, mucha gente pensó que la caída de la dictadura iba ipso facto emparejada con el comienzo de una nueva era prometedora de un cambio político positivo en la historia del pueblo, pero resultó desgraciadamente una fata morgana, un espejismo. Porque la salida al exilio del dictador, Jean-Claude Duvalier, fue un pacto firmado con los militares que le iban a sustituir, un acuerdo que contó con el beneplácito del Departamento de Estado norteamericano y el firme apoyo del veterano embajador en el país, Clinton Everett Knox, amigo personal de Papa Doc. 

Era, nada más y nada menos, que una nueva versión del duvalierismo, y el pueblo una vez más se vio engañado y desamparado. Pero ¿quién hubiera podido vaticinar su situación en el momento actual? Un país abandonado, un pueblo sufriente, extenuado, una clase gobernante corrupta, vulgar lacaya de los imperialismos norteamericano, canadiense y francés, y una burguesía depredadora. 

Haití vivió, en los últimos treinta años, dos puntos de inflexión en su desgraciada historia: el acceso al poder, en el año 1991, del sacerdote Jean Bertrand Aristide, un candidato envuelto en una aureola de prestigio y con atractivas promesas de cambio, generó una gran esperanza y suscitó un enorme fervor popular, pero su presencia en dos ocasiones en la cabeza del Estado defraudó al pueblo, malgastando su capital político por su modo de gobernar; y el salvaje asesinato, en julio de 2021, del discutido presidente Jovenel Moïse. 

Haití ha sido testigo de otros magnicidios, pero este último fue particularmente sangrante por las características que rodearon el asesinato, sus connotaciones internacionales y por la especial crueldad ejercitada por los asesinos contra el jefe del Estado. El presidente fue víctima de un atroz atentado en el cual sucumbió a causa de las torturas que le fueron infligidas y de los disparos que le alcanzaron, y su cadáver fue encontrado horripilantemente desmembrado. Pese a que no gozaba de popularidad, su asesinato conmocionó al pueblo.

Pronto se cumplirán cuatro años desde el magnicidio, pero las investigaciones para esclarecer este trágico acontecimiento van de manera manifiesta y calculadamente lentas, lo que hace pensar que las autoridades no demuestran interés en resolver el caso. Quizás porque hay mucha gente importante implicada en aquel lúgubre suceso y el país, conviene decirlo, es un Estado fallido. Si bien los mercenarios del magnicidio han sido identificados, queda por dilucidar quiénes son todos los autores intelectuales que idearon esta arriesgada aventura y los colaboradores de la misma. 

El país se encuentra desde por lo menos varios lustros bajo la férula de las bandas armadas, compuestas de individuos ignorantes y de baja estofa, que campan a sus anchas, actuando con toda impunidad y que controlan al estilo mafioso Puerto Príncipe, la capital administrativa, política y económica del país. Amenazan, organizan secuestros, saquean y queman casas de particulares y edificios públicos, cometen violaciones y asesinatos de modo frecuente y el pueblo vive atemorizado y sin rumbo. Es la ley de la jungla, que ha provocado un flujo creciente e indeterminado de desplazados que huyen hacia las provincias donde el espanto todavía no ha alcanzado las cotas de presión que reinan en la capital. 

Conviene no minusvalorar la capacidad organizativa de estas pandillas que, si bien carecen de estrategas, han sabido, sin duda con algunas complicidades, mantener el régimen de terror que han instalado desde hace años. Unas preguntas obligadas: ¿Adónde pretenden llegar? ¿Cuál es su objetivo? Por otro lado, no dispongo de estadísticas, pero no es arriesgado conjeturar, sin miedo a equivocarse, que esta atmósfera de angustia y de estrés constantes, de incertidumbre y de tristeza permanentes, ha dado lugar a la eclosión de un número indiscriminado de personas aquejadas de trastornos psicológicos y de dolencias psiquiátricas.

El reloj del tiempo pasa raudo, se me acerca la partida final y mi esperanza de que mi país ofrezca en un plazo no demasiado lejano un semblante halagüeño se va paulatinamente desvaneciendo. Pero sigo agarrándome a ella. Frente a mi amargura y a mi acusada decepción, afloran los estelares momentos que he vivido allí durante mi infancia y mi adolescencia, incluso durante los peores años de la dictadura de Duvalier padre, de los cuales rememoraré con regocijo algunos de ellos: el carnaval con sus dispares y multicolores disfraces en Puerto Príncipe, alimentado por el ritmo y la frenética rivalidad entre los dos famosos grupos musicales del país que deleitaron a la juventud; los derbis entre el Racing y el Águila Negro y las emocionantes charlas y acaloradas discusiones mantenidas en torno a estos encuentros; las excursiones a la playa; la Semana Santa en un país donde cohabitan el credo católico y los ritos culturales ancestrales reunidos en el vudú; la Navidad y el Año Nuevo con las típicas comidas criollas y los bailes de salón y de salas de fiesta; las sesiones de cine infantiles a las 3 de la tarde los domingos. 

Anhelo poder volver a recorrer sus calles, visitar las ruinas del derruido barrio donde crecí e ir a recogerme ante la tumba de mis abuelos... ¡Cuánto sigo amando a este país, pese a sus insuficiencias! ¿Podré algún día materializar mi intenso deseo de visitarlo en un clima político exento de violencia? Como diría el mítico líder negro Martin Luther King, tengo un sueño, un sueño que no tiene el énfasis profético del reverendo, de que mi patria caminará algún día por los senderos de la gloria, de que sus hijos serán educados en los valores del perdón y de la reconciliación, indispensables para la consecución de una Haití fructífera y próspera.