¡Qué recuerdos aquellos…! El pavo esperando su turno en el corredor de la muerte, mi madre afanada en la cocina preparándole el funeral y mi padre dándole chaira al cuchillo par ajusticiarlo de la manera más rápida.

Mis referencias de la infancia son mis padres, mis hermanos, mi abuela Ana y el barrio de San Miguel con sus casas de vecinos, sus tabancos, droguerías y tiendas de ultramarinos… ¡Ah y Salvador!, el ciego filósofo de bastón blanco que pregonaba con voz exquisita y tesitura de tenor los “iguales para hoy…”. El cantor de los cupones siempre acompañaba su pregonar del número con un pensamiento en voz alta: “La prisa me come y la gente no la veo”, decía. Esa parte la cantaba casi entre dientes en otro tono, como de barítono bajo.  Aquella afinada cantinela que vendía la suerte, la melodía zigzagueante del pito del afilador, que sacaba una cascada de chispas a cuchillos y tijeras con su rítmico pedaleo sobre la bici, y la letrilla “salir, niñas, salir / salir por la ventana / que ha llegado ya / el tío de la sultanas…” fueron la banda sonora de mi niñez.

Me viene esta oleada de nostalgia en un Jerez 'zambombeante', con calles llenas de turistas fascinados por el compás de las coplas de Nochebuena: las mismas que cantaban mis tías, Dolores y Ángeles, en mi casa de la calle Sol, mientras hacían los 'gañotes', esos pestiños exclusivos de la familia Grimaldi, de Casas Viejas. ¡Qué recuerdos aquellos…! El pavo esperando su turno en el corredor de la muerte, mi madre afanada en la cocina preparándole el funeral y mi padre dándole chaira al cuchillo par ajusticiarlo de la manera más rápida… Que un niño presenciara la ejecución de aquel ejemplar de no menos de doce kilos era normal. Incluso que le agarrara las patas o las alas conteniendo sus estertores mientras se desangraba tras un certero corte por encima del cuello sin seccionarlo. ¡Uff…! me viene a la nariz el oloroso vapor que desprendían las vísceras del animal cuando lo abrían en canal. Ahora sería impensable que un chiquillo participase en ese ritual navideño, pues a los niños se les protege de escenas violentas que puedan dañar su sensibilidad y los pavos llegan a la cocina ya cadáveres y plastificados. Además, mientras se prepara la cena de Nochebuena, los pequeñines permanecen en sus dormitorios con la PlayStation ejecutando a miles de enemigos con su cañón de plasma de Megamán -que es algo más propio para sus edades- o con un helicóptero tipo apache dotado de seis baterías ametralladora de esas que te arrasan un poblado hostil en cero coma.

Ser hijo de un almacenero tenía sus ventajas -además de las de jugar con los pavos aún vivos y ser ayudante del verdugo-, pues cuando el resto de los mortales compraban los dulces de Navidad, después de cobrar la paga extra, en mi casa ya aborrecíamos los polvorones de La Perla, los alfajores, los roscos de vino y la fruta escarchada. Lo mejor era que, meses después, los cogíamos otra vez con ganas y degustábamos el turrón El Almendro sobrante en la playa de Puntacandor o en Caños de Meca, cuando aún era el paraíso.

Las pascuas de mi infancia comenzaban con los niños de San Ildefonso y terminaban el día de Navidad. La Nochevieja aún no había ocupado un lugar social relevante, pues las uvas solo la tomaban los burgueses y hubo que esperar a la llegada de la televisión para  popularizar este ritual de bienvenida al año nuevo entre la gente humilde. Papá Noel no volaba hasta el sur con el trineo y los Reyes Magos eran más pobres que las ratas. Ahora el Black Friday es el aperitivo de unas fiestas que duran mes y medio como poco y de la que no puedes escapar a menos que cruces el estrecho de Gibraltar y te vayas más para allá de Ceuta. Y lo peor es que el pavo ya no sabe a pavo… Nada que ver con aquél animal musculoso de carne morena que te dejaba los dedos pegajosos con su gelatina y que, acompañado de arroz, resultaba el sumum del placer incluso de un día para otro.

Al final, mi infancia son recuerdos de un pavo ajusticiado y de un trenecito de latón que siempre giraba en círculo y al que la cuerda le duraba dos vueltas y media. De aquellas fiestas quedan pocas cosas, aunque algunas, como los 'gañotes' exclusivos de la familia y el concierto de Raphael –presente en nuestras casas desde que lo metió doña Carmen Polo de Franco- nunca faltan a su cita navideña.

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