Mediocres

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En el inventario de la vergüenza ajena nacional hay dos momentos estelares: la reverencia de Aznar a Bush y su parrafada con acento tejano, y  el “relaxing cup of café con leche in Plaza Mayor” de su esposa. Ambos son ejemplos de la  mediocridad que nos gobierna desde hace años. Los políticos mediocres se han convertido en una especie de picudo rojo que se ha instalado en todas las instituciones políticas, desde la Moncloa hasta el último ayuntamiento pedáneo, y perfora el débil tronco que sostiene nuestra democracia.

Según las encuestas que suelo hacer entre mis amigos y conocidos, los políticos mediocres son los que generan más rechazo. El resultado es abrumador: a más de un 90% les repugna quienes sacuden la caspa de la chaqueta al jefe, le abren la puerta del Audi y le enderezan la  corbata y  lo que haga falta con tal de recibir una colleja  de aprobación. Otro porcentaje similar considera  repulsivos a quienes,  para ascender en el escalafón, aplican sin pestañear los mandamientos ministeriales sin reparar en los muertos y heridos que causan, bien por la metralla de la reforma laboral, por la voladura de la ley de Dependencia o por regalar nuestro patrimonio  a los “aguamangantes”. Lo peor es que la sociedad está rebajando cada vez más sus exigencias y considera normal lo que debiera ser escandaloso, de manera que digiere con resignación la dieta que impone el régimen de los mediocres, mas allá de algún flatillo tipo Gamonal y poco más. Por eso no den mucho crédito a mis sondeos, pues los encuestados y yo mismo seguimos siendo la inmensa minoría.

Aunque ellos no lo saben, en el firmamento de los notables no hay sitio para los mediocres. No basta con regalar bolsos de Loewe, trajes de Armani y viajes a Disneyland París para ser  Vito Corleone. Como tampoco comprarse un Aston Martin para convertirse en James Bond. En la película Casablanca, Ugarte, un choricete de poca monta entra en el Ricks Café Americain y se dirige al protagonista (Humphrey Bogart) preguntándole: “Me desprecias, verdad Rick”; a lo que éste responde, “si alguna vez pensara en ti, probablemente sí”. Ya ven lo dura que  es la vida de los mediocres. Siempre lamiendo la mano  del jefe para que ni siquiera te acaricie las orejas.