La media hora del tinte

No hay nada más frío que una madre que se ríe de cómo eres. Nada más solitario que un adolescente que, en lugar de un abrazo, encuentra juicio

Una peluquera en una imagen de archivo.
04 de julio de 2025 a las 13:10h

En los lugares más comunes se dicen las cosas más violentas. A veces, basta media hora sentada con el tinte en el pelo para escuchar el mundo sin filtros. Hay un momento concreto, una hora de relojes detenidos y pensamientos vagando como caballos sin brida, que solo conocen bien quienes se tiñen el pelo. Es esa media hora —más o menos, según el producto, según la raíz, según la edad— en la que una se sienta con el papel de aluminio o la mezcla de crema extendida por el cuero cabelludo, sin otra tarea que esperar. A veces se hojea una revista, a veces se atiende una notificación del móvil, pero, en muchas ocasiones, se escucha. Se escucha todo.

La verdad tiene un volumen propio que a veces grita en el momento equivocado. O en el lugar equivocado. O quizá justo donde no va a ser escuchada. Como aquella mañana en la peluquería de la calle Sevilla —una de esas de confianza a la que se va por rutina, por cercanía, por la conversación templada—, mientras esperaba que el tinte hiciera efecto.

Esos treinta minutos en los que, con la cabeza envuelta y el espejo delante, una queda a la intemperie, sin escapatoria del murmullo ajeno. Era lunes, lloviznaba y no había llevado un libro. La conversación en el sillón de al lado me golpeó como un secador encendido al máximo sobre la nuca.

Las peluqueras, dos mujeres que siempre me habían parecido agradables, charlaban con una clienta. Comentaban el caso de otra mujer —una conocida común, quizá vecina o antigua amiga— que se había separado de su marido después de años y dos hijos, y que ahora salía con otra mujer. El tono era esa mezcla de cotilleo y juicio encubierto que tantas veces se disfraza de interés sincero.

Una decía que lo veía bien, que cada una debía hacer con su vida lo que quisiera, aunque lo decía sin demasiado entusiasmo. Otra insinuaba que, a su edad, aquello solo podía deberse a que algo le habría pasado, como si la vida de cualquiera tuviera que obedecer un guion lógico. La clienta asentía, convencida de que el sentido común del mundo se sostiene en prejuicios tan frágiles como férreos. Como si el deseo fuera algo lineal, previsible, inmutable.

Yo, en mi silla, con las orejas teñidas por accidente y el espejo delante como pantalla muda, sentí el impulso de meterme en esa conversación que no me concernía y al mismo tiempo me concernía por completo. Porque no hablaban solo de esa mujer ausente: hablaban de mí, de muchas.

Sentí esa punzada que sube del estómago al pecho, mezcla de vergüenza, rabia contenida y tristeza. Quise interrumpirlas. Quise decir que nadie sabe si aquella mujer ya sentía lo mismo desde antes, que aunque no fuera así, nadie conoce las guerras internas, los silencios acumulados, las creencias impuestas que una debe desmontar para atreverse a vivir de otro modo. Quise recordarles que hay quien tarda media vida en permitirse desear, que existen silencios aprendidos en casa, miradas censuradas en misa, castigos sociales, vergüenzas íntimas.

Que no todo el mundo crece con la posibilidad de mirarse al espejo y reconocerse sin miedo. Que la educación, la religión, la presión familiar, los prejuicios de barrio, la falta de referentes, el miedo al rechazo, la dependencia económica, incluso la propia ignorancia de una misma, pueden retrasar durante décadas la capacidad de ponerle nombre a lo que se siente. ¿Quién puede saber qué había en su mente desde niña? ¿Qué derecho tenemos a negarle ese momento de lucidez o de libertad?

Pero no dije nada. Era una conversación ajena. Estaba a medio teñir. Y, en el fondo, no sentí la fuerza de enfrentarme a tres cabezas parlantes con dogmas tan sólidos como los que se transmiten de madre a hija y de abuela a nieta como recetas inmutables. Me callé, y aún hoy me pesa.

Entonces, la clienta —una señora de pelo castaño y labios perfilados como cuchillas— remató la charla diciendo que todo eso no era más que vicio. Que había personas a las que les gustaba de todo y que eso solo demostraba que no sabían lo que querían. No hizo falta más. Aquella frase me atravesó. Porque ahí estaba yo, con mi mezcla de deseos que a nadie incumben, sintiéndome de pronto sucia, como si hubieran puesto mi rostro a su ejemplo. Como si pronunciaran “vicio” y me señalaran sin saberlo. Y, de nuevo, guardé silencio.

Aquella sentencia cayó como una piedra lanzada contra un cristal: con intención, con desprecio, con la voluntad de romper algo. Salí de allí sintiendo que había traicionado algo, como si me hubiera fallado a mí misma, como si mi silencio hubiera sido complicidad. No volví. Ni para retocar el color. Ni para despedirme. Me fui sabiendo que ya no podía sentarme allí a dejar que el tinte actuase mientras otros desteñían mi identidad.

Soy una mujer a la que siempre le han atraído las personas —sus cuerpos, sus historias, sus miradas, sus silencios— sin importar el género. Aquel día me sentí insultada, invisibilizada, convertida en un “vicio”. Una palabra que siempre busca señalar, degradar, empujar hacia la sombra.

Meses después sigo rumiando aquella mañana. Dejé de ir a esa peluquería, claro. Cambié de calle, de manos, de conversación. Pero el eco de esas voces aún me visita algunas noches de insomnio. Me he preguntado muchas veces si fui una cobarde. Una conocida me dijo hace poco que no me torture, que no todas las batallas merecen librarse. Que hay luchas que no compensan el desgaste.

Y quizá tenga razón: a veces basta con no volver, con buscar otras manos, otro lugar donde sentarse sin miedo. Hay días en los que una no tiene energía para educar, corregir o pronunciar discursos.

Días en los que solo queremos cubrirnos las raíces sin que nos hagan sangrar por dentro. Pero pienso también en los hijos de esas mujeres. En los niños y niñas que, desde la habitación contigua, escuchan a su madre hablar con desprecio de quienes “les gustan de todo”, sin saber aun si eso que sienten cuando miran a su compañero o compañera de clase tiene nombre, si podrá decirse en voz alta o si habrá que enterrarlo para siempre. En lo que aprenden de esas frases que se cuelan como cuchillos en la conciencia.

Pienso en la adolescencia como un campo minado, donde una sola frase basta para señalar el camino de la vergüenza, del secreto, del exilio interior. Crecen creyendo que hay cosas que “dan asco”, que “no son normales”, que son “una fase” o “una perversión pasajera”. Crecen sabiendo, antes de poder nombrarse, que si se descubren distintos
serán motivo de burla. Y esa idea me rompe el corazón.

No hay nada más frío que una madre que se ríe de cómo eres. Nada más solitario que un adolescente que, en lugar de un abrazo, encuentra juicio. Que en vez de un “cuéntame” recibe un portazo invisible. Que aprende a mentir, a fingir, a callar, solo para sobrevivir. Hay mil razones por las que alguien puede tardar años, o una vida entera, en aceptar su sexualidad.

La religión, que aún hoy la marca como pecado. La educación sentimental, que nos cría entre cuentos y canciones, donde solo cabe un amor único, correcto, normativo. La familia, los amigos, el barrio, la presión por encajar, el miedo a decepcionar, a perder. La imagen construida de una misma, frágil como un cristal, que da pavor romper.

La mirada inquisitiva del otro lado de la mesa. El temor a perder hijos, afectos, respeto. Y el desconocimiento: porque muchos aún creen que la bisexualidad es indecisión, capricho o libertinaje. Como si sentir atracción por personas, no por etiquetas, fuera un vicio insaciable. Como si amar más allá de un género restara humanidad.

Lo he vivido en carne propia: la sospecha, la sonrisa condescendiente, la duda constante. Que si acabaré con un hombre “por comodidad”, que si “me gusta de todo”, como si eso me hiciera promiscua por definición. A veces, ni siquiera es juicio: es morbo. Como si la bisexualidad fuera un espectáculo, algo que otros tienen derecho a diseccionar, a fantasear, a usar. Y una aprende, poco a poco, a protegerse. A callar cuando lo que necesita es nombrarse.

Ser bisexual no es indecisión ni exceso. No es “gustar de todo” como quien asalta un buffet libre, ni una fase que pasará. Es amar sin esquinas fijas, desde la mirada, la voz, la presencia. Es identidad, aunque muchos aún la confundan con confusión. Incluso dentro del colectivo, sigue siendo un lugar incómodo: demasiado “hetero” para unos, demasiado “homo” para otros. Como si habitar el medio fuera no haber elegido nada. Y no: vivir en el medio, muchas veces, es aprender a hacerlo en
silencio. Por miedo. Por defensa. Por pura supervivencia.

Y entonces vuelvo a pensar en esa mujer de la que hablaban en la peluquería. La que, después de una vida al lado de un hombre, se atrevió a empezar de nuevo con una mujer. Qué coraje tan hondo hay que tener para desmontar una biografía entera. Cuántas noches de preguntas, de miedo, de soledad hasta poder decir: esto también soy yo. A ella le deseo paz. Que su entorno la sostenga sin pedirle explicaciones. Que sus hijos la miren como siempre: como la madre que los ama, no como la amenaza de una norma rota. Que nadie la convenza de que llega tarde. Porque nunca se llega tarde a vivir en verdad.

Y a quienes murmuran desde la silla de una peluquería, solo les pediría un poco de humildad. No sabemos nada de la vida de los demás. Ignoramos cuántas batallas han librado en silencio, cuántas veces una mujer se ha tragado palabras para no perderlo todo. Y quién sabe: quizá un día nos toque mirarnos y descubrir que no fuimos tan libres como creíamos.

No respondí aquel día. No discutí. Pero escribo esto ahora. No por mí: ya tengo edad suficiente para cambiar de calle, de manos, de espejo. Lo hago por quien aún no puede. Por quien escucha tras la pared y traga la vergüenza. Por la niña que fui. Por la adolescente que fui. Por la mujer que soy.

Porque cada silencio impuesto siembra miedo, y ya ha brotado bastante. No es el tinte lo que importa, sino lo que decidimos no callar mientras esperamos. Aunque parezca que estamos quietas, en realidad estamos despertando. Y, una vez lo hacemos, ya no hay vuelta atrás.