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Con el cambio, 5.000 pesetas se han quedado en nada. El problema es que destinamos un porcentaje mayor de nuestro sueldo a hacer felices a nuestros hijos.

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y de unos Reyes con un maletín de Smoby. Bueno, más bien de un patio de Jerez, en un barrio de lo más normal, con unos padres trabajadores y dos hermanos adolescentes que, entre los tres, podíamos vaciar la despensa en un abrir y cerrar de ojos.

En un piso de Jerez, en el barrio de San Joaquín, edificio Paraguay, 5º A, veía la tele en un aparato que imitaba el color de la madera. Tenía un máximo de ocho canales, aunque sólo se podían sintonizar dos... me parece que Canal Sur ya estaba o había una especie de carta de ajuste anunciando su inminente emisión. Todo un acontecimiento. En la típica tele de tubo veía mis primeros anuncios. El del mayordomo de “el algodón no engaña”, el de “busque, compare y si encuentra algo mejor...” -Has terminado la frase, no digas que no-, el de Fa, ¡ay el de Fa!, con el que me hacían tapar los ojos. Un carrusel de comerciales no demasiado elaborados e intuyo que sin tanto estudio psicológico del potencial comprador. Eran más casuales. Como el de Neoclor, en el que una señora con mucho arte hacía una especie de rap flamenco, en el que prolongaba todos los estereotipos de una ama de casa trabajadora, temperamental y mandona “que doló, que tengo un marío que nunca se entera”, el ritmillo era pegadizo y más de uno iba por la calle cantando el final de la canción entre palmas: “Neoclor, más fresca, más limpia, más blanca y más to”. Ya empezaban a influir algo en nuestras vidas esos cortos de consumismo.

La cosa cambiaba cuando se acercaba la Navidad. Publicidad de juguetes a todas horas. Uno en particular me caló hondo: “El maletín, no tiene fin”. Se trataba de una maletín lleno de herramientas de plástico duro -porque antes se decía mucho eso de 'plástico duro'-. Como cualquier niño, corrí a decirle a mis padres lo que quería para Reyes. Mi padre me dijo que cuando saliera otra vez el anuncio se lo dijera. Llegó el día y le llamé apresuradamente para que lo viera conmigo: “Este es, papá”. Mi padre fue tajante: “Más de 5.000 pesetas”. Al parecer -yo no lo sabía porque no leía bien-, había una leyenda en la parte de abajo que te avisaba de que el producto era muy caro. 5.000 pesetas era mucho dinero, qué os voy a contar. No es que te pudieras comprar un piso con eso, pero antes no se destinaba tanto dinero a los Reyes de los niños y si te lo compraban, te tenías que haber portado muy bien.

Llegó el 6 de enero y allí estaba, a los pies de mi cama: El Maletín de Smoby. Mi padre se apresuró en recalcar: “Ha costado 6.000 pesetas”, en mi casa nunca habíamos sido mucho de ilusiones, sobre todo desde que mi hermano, cuando yo tenía cinco años, me enseñó los juguetes del altillo que esperaban pacientemente el día de los Magos: “¿Ves? Los Reyes son papá y mamá”. Ese año solo me regalaron eso, y bien contento que estaba. 6.000 pesetazas no era moco de pavo.

Esa advertencia del precio hacía distinciones en la calle entre los que tenían juguetes del cartelito abajo y los que no. Empezabas a saber lo que era la envidia. Tu amigo tenía un juguete de los de más de un billete marrón. Pero, oye, ahora tú también. Y poco a poco cada vez más niños.

Con el cambio, 5.000 pesetas se han quedado en nada. El problema es que destinamos un porcentaje mayor de nuestro sueldo a hacer felices a nuestros hijos. La multitud de canales se llenan de anuncios de juguetes. Ocupan una proporción mucho mayor en las emisiones que cuando yo era pequeño. Encadenan un anuncio con otro y se pueden llevar un cuarto de hora poniéndote cualidades de productos para niños. Lo han hecho bien, ya no sólo por el  producto, porque las composiciones publicitarias están tan elaboradas y están tan estudiadas, que los niños se las tragan sin pestañear. Es un producto más en la parrilla. Y encima, incitan a comprar. O en este caso, a que tu hijo te tire de la manga: “Papá, yo quiero eso”. Al menos diez tirones de mangas te llevarás en los “seis minutos y volvemos”.

Repito, lo han hecho bien. Porque, por un motivo o por otro, han conseguido que ninguna advertencia de más de x dinero te disuada de comprar algo a tu hijo. Porque esa era su efecto principal, si no te disuadía, al menos te daba a entender que lo que estabas comprando era especial. El límite está ahora en tu cartera, no es una cuestión de valores. Si puedes comprarlo, el niño lo tendrá. Poca gente se plantea si es lógico o incluso ético que una familia con un sueldo de 1.200 € se gaste el 10% en un juguete para un rato.

Mi maletín sigue en algún lado de casa de mis padres, no como recuerdo de una infancia feliz, sino como recuerdo de un gasto responsable. De una época en la que los niños no podían tener todo lo que querían, y que si lo tenían, era un premio o un regalo en ocasiones muy contadas. Ojalá pudiera coger ese taladro de plástico duro para arreglar el consumismo desaforado de nuestros días.

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