Un paseo marítimo.
Un paseo marítimo.

En el paseo marítimo, una señora que podría ser mi abuela me dijo una vez que la generación de sus padres no iba a la playa porque para ellos era un lugar incómodo e improductivo. Sin embargo para nuestra generación, le respondí, la playa es un descanso de los horarios, los trabajos, las normas de vestimenta o de circulación urbana. Tras escudriñar el horizonte me aclaró, efectivamente, tiene usted toda la razón, pero con sombrilla, móviles y nevera. Continuamos unos pasos más. El sol declinaba. Por aquello de no dejar morir la conversación, me permití un apunte erudito, ¿Sabe usted? seguramente en esa transición de la antigua y popular desconfianza a la playa que usted recuerda, a esta social y democrática querencia que yo le traigo, estuvo de por medio la burguesía emulando a la decadente aristocracia. ¿No le parece a usted que quien pasea por la playa arrastra un aire de melancolía? Es posible, me respondió ella con una leve sonrisa y se paró en seco dirigiendo la mirada hacia un punto concreto, yo recuerdo de mi adolescencia ver a unos frailes, que habitaban justo ahí, donde ahora está ese albergue juvenil, bañarse en el mar por la mañana temprano. Me hacía mucha gracia observar sus luengas barbas flotar entre las olas. ‘Luengas’ lo pronunció con mucha sonoridad.

Años después me ha venido esta conversación a la cabeza, y también que quizás la playa, es decir, el Mar, fue de los elementos más conseguidos de la Creación. Tanto en la cosmogonía griega como en la Biblia, las montañas y los mares surgieron tras la Tierra y el Cielo que por fin pusieron fin al caos (o vacío). Entre los antiguos griegos, una cosa era el Mar, el anchuroso Pontos, y otra el Océano, un río circundante de la tierra conocida. Según Homero, en las aguas está el origen, y la pareja primordial fue Océano y Tetis.

Sea como fuera que empezara todo, las cualidades formidables de la mar nos ofrecen un misterio. Así como se traga y escupe cosas y personas, la mar escucha a los miserables humanos que deambulan por sus márgenes. Como Tetis cuando acudió desde las profundidades a consolar a su hijo Aquiles que gimoteaba humillado por la playa. No puede sorprendernos que también la Virgen María, en los pueblos marineros, presida romerías de barquitas y resurja anualmente del lecho marino, o que en la misma tradición sea designada como ‘Mar de las mares’ (San Antonio de Padua de Mateo Alemán).

Hoy día, aún con los últimos mega-barcos portacontenedores, la mar sigue siendo ingobernable. La playa es solo una tímida aproximación. Dependiendo de las mares, puntualizaría quizás aquella discreta y hermosa señora del paseo marítimo. De nuevo le daría yo la razón con mucho gusto y añadiría que en un portugués como Fernando Pessoa (1888-1935) o Eugeni Andrade (1923-2005) el océano es evitado, y cuando se encuentra, se aproxima a la muerte, al olvido; en el gaditano Rafael Alberti (1902-1999) creo haberlo leído como lugar del imaginario, oportunidad para la aventura y tumba de los buenos, y en José Manuel Caballero Bonald (1926-2021), como una memoria susurrante en su fecundo rango, para ambos, diosa a la que dedicar una oración; y por el lado de la Costa Brava, en Josep Pla (1897-1981) la mar es un lugar recurrente, de sosiego y diversión, donde los jóvenes pueden adentrarse una tarde sin mucho peligro. Pues eso, como le decía, que una cosa es el Océano Atlántico y otra la Mar Mediterrània.

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