Dentro de los géneros literarios, la ciencia ficción y la fantasía, a lo que a mí respecta, desde siempre, han copado un interés relativo. Las razones pueden ser o no fundamentadas por la simple razón de que la lectura, al final, tiene mucho de intuición. La misma intuición, manejada por el amplio espectro de los gustos personales, jamás han postulado a estos géneros dentro de mis favoritos.
Para ser sinceros, el único contacto o guiño fraternal ha sido la colección completa de Julio Verne que, desde muy pequeño, vi en casa, propiedad de mi padre. Lo que no sabía (o sí) el bueno de Jules Gabriel es que, con sus historias —tan alejadas del raciocinio como limítrofe con ese don aventurero que todos, de alguna manera, albergamos en nuestro fuero interno— nos permitirían viajar en el tiempo.
Y es que, viajar a través de ese espacio temporal o al mismo centro de la tierra, recrean ese necesario pasaporte hacia un mundo diferente al nuestro. Un lugar, que, lejos de ser mejor o peor, es fuente de evasión cuando la mente o el cuerpo dicen “basta”.
Aunque los derroteros, o los gustos, me condujeran por otros vericuetos, la ficción siempre ha estado ahí. Y como tema de ficción por excelencia, no existe otro más recurrente y apasionante que las máquinas del tiempo. Algo que, quién sabe, si la humanidad llegará a conocer.
Siendo pragmáticos, diría que todos albergamos dentro de nosotros un poderoso artilugio con el que viajar en el tiempo. Alejado de la alta tecnología, ese artefacto no pesa más de 1.500 gramos, se compone de una compleja materia gris y se ubica dentro de nuestro cráneo. Sí, hablamos del cerebro. Aquel que posibilita viajes imposibles donde el retorno, depende únicamente de la voluntad propia.
Algo que me cuesta entender, es el afán desmedido de propios y extraños por viajar al futuro. Detrás, quiero creer, se esconde el anhelo de experimentar con lo desconocido y con todo aquello que no hemos vivido.
En mi caso particular, viajar hacia adelante no me seduce en absoluto. Por eso, embebido por el romanticismo bohemio, si me dieran la oportunidad de elegir, me quedaría sin dudarlo con el pasado. Creo que es el único viaje que tiene sentido. Hacer una selección pormenorizada de aquello que nos encandiló y volver a degustarlo.
Personas y familiares que ya no están. Imagínelo. Da un poco de vértigo, o, al menos, la simple idea me suscitan una batería de conclusiones; algunas de ellas, incómodas.
Como, por ejemplo, todo lo que la fascinación de la niñez permitió idealizar y que, con la madurez, el pensamiento y el hastío presentes, habría que ponderar hasta cierto punto.
Dicho lo cual, debo reconocer que me genera cierta aprensión pensar en cómo sería interactuar y conocer verdaderamente ciertas realidades que, en su momento, quedaron veladas por la candidez de la tierna infancia.
A pesar de los muchos riesgos, tenga claro, querido lector, que merecería mucho la pena asumir el coste del riesgo. Y pobre del que no se atreviera o atreviese.
Por eso, nunca pierda la oportunidad de viajar al pasado. Es la única oportunidad, libre, gratuita y regeneradora, de sentirse verdaderamente vivo.
Gracias por la lectura.
