Un bebé en una incubadora.
Un bebé en una incubadora.

Diminutos corazones con ansias de latir, descompasados, a ralentí. Pulmones acelerados que se henchían, deseosos de respirar por primera vez bocanadas de aire de este mundo.

Diminutos corazones con ansias de latir, descompasados, a ralentí. Pulmones acelerados que se henchían, deseosos de respirar por primera vez bocanadas de aire de este mundo. Pequeños seres hepáticos con borrachera umbilical, que palidecen al ritmo de la bilirrubina. Precoces en anhelo por dar el primer grito testimonial antes de los nueve meses. 

Así son algunos de aquellos bebés cuya esperada llegada al mundo quiebra la felicidad de los padres para tornarla en temor, preocupación y amargura, que sin pretenderlo ensombrecen la alegría reinante tras ser dados a luz. 

No importa cuantas guías de embarazo y enciclopedias de kiosko de cómo ser padres leas. Ni la cantidad de jamón que haya dejado de ingerir la madre o las horas de yoga practicadas. Hay mil y una causas fuera de control a la hora del parto. Sobre todo cuando la solución de los problemas quedan fuera de nuestro alcance, cuando no tenemos la solución, por más amor y agallas que se pongan en sacar una vida adelante. 

Entonces son esas manos, ajenas pero cómplices, las depositarias necesarias de nuestra confianza. Las que, con entereza, trabajan con disciplina marcial, guardando el equilibrio entre la ternura maternal y la frialdad necesaria para trabajar al milímetro en cuerpos diminutos. Las que prestan atención constante, las que inyectan la dosis precisa, las que emanan el calor humano que no proporciona la incubadora por muy climatizada esté. 

Y son sus voces las que calman a los padres, cuyas almas se encogen al ver a su retoño envuelto de electrodos, cables y vías. Las que explican con tono conciliador por qué pita la máquina que monitoriza las constantes vitales, qué miden esas gráficas, qué función tiene aquel otro gotero... Palabras necesarias, sonrisas confidentes, antídotos contra el miedo.  

Y tras mucho amor y trabajo de este ejército leal, estos pequeños reclutas lanzan su llanto de guerra, se desperezan y dan espasmos al aire de piernas y brazos, demostrando su valentía y sus ganas de comerse el mundo.

Al personal sanitario de Neonatología del Hospital de Jerez.

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