Burócrata sonriente. FOTO: PIXABAY
Burócrata sonriente. FOTO: PIXABAY

Decía Calderón de la Barca que si un maestro enseñara a sus alumnos, no a reñir, sino a por qué se ha de reñir, todos le dieran sus hijos. Tenía razón, claro. Por muy pacífico que uno sea, en ciertas circunstancias el corazón se subleva. Porque la dignidad exige marcar un “hasta aquí”, un límite infranqueable sin que nuestra dignidad se venga abajo. El hombre rebelde, como nos enseñó Albert Camus, es el hombre que dice “no”.

La banalidad postmoderna quiere que todos seamos buenos, pero ese absurdo nos desarma ante el problema del mal. Sí, en el mundo hay gente mala. Porque su entraña está podrida hasta la médula, no por traumas de la infancia ni por culpa de la sociedad. Son, como diría el gran Antonio Machado, “mala gente que camina y va apestando la tierra”.

Todo esto viene a cuento de algo que acaba de pasarle a mi amigo Eduardo, un hombre del que también puede decirse, como del poeta, que es “bueno” en el mejor sentido de la palabra. Y emprendedor. No conozco a nadie con más capacidad para reinventarse. Nos conocimos va para veinte años, cuando él era el redactor jefe de Historia y Vida. Después puso una clínica dental que iba bastante bien, hasta que la crisis impuso a la clientela otras prioridades. A continuación, probó suerte como distribuidor de productos agrícolas. Si esto no es iniciativa y ganas de trabajar, es que no he comprendido el significado de esas palabras

Cada época tiene sus mitos consoladores. En la nuestra, uno de los más falaces es el de la meritocracia. Si vales, llegarás a la cumbre. Y si no llegas, es que no vales. De esta forma, los datos empíricos nunca ponen en cuestión la teoría, siempre a salvo de cualquier incómodo desmentido. Popper diría que es infalsable. Pero como no estamos para distraernos con leyendas, vamos a mirar las cosas de frente. Como hace en televisión el doctor House, ese yonqui de la realidad que te insulta pero te cura. En el día a día, acostumbramos a preferir lo contrario, que nos jodan con palabras amables.

¿Meritocracia? Vivimos justo en lo opuesto. Cualquiera que sale en un reality-show por contar intimidades recibe a cambio fama y fortuna. El que dedica su vida, pongamos por caso, a estudiar a Cervantes, solo es un pobre loco. Si el supuesto imperio del mérito fuera tangible, Eduardo sería hoy millonario. Es culto, inteligente, honesto, trabajador… Sin embargo, está en el paro. Hace pequeñas cosas, pero no puede lanzarse a una búsqueda intensiva porque una persona está a su cargo. Su madre, una mujer de casi 94 años, que ya no puede andar por sí misma.

¿Qué hacer en un caso así? Mi amigo hizo una solicitud hace más de un año para que reconocieran a su progenitora como dependiente. El tiempo pasa, y pasa. Sin una respuesta. Ni positiva ni negativa. Sinceramente, no estoy en condiciones de imaginar qué tipo de tortura es esa. Una cosa es saberlo, otra muy distinta vivirlo. A Eduardo le queda el consuelo de que su madre está en su casa, con alguien que la quiere. Es una buena mujer que le hace las cosas fáciles y a la que todo le parece bien.

Hace poco, un decreto del Gobierno ha establecido que a los cuidadores no profesionales se les va a pagar la seguridad social. Es justo. Convencido de que ese era su caso, mi amigo se fue a la Tesorería de la Seguridad Social de Valencia, con toda la documentación en la mano. Por fin un destello de esperanza después de meses y meses en la más absoluta precariedad.

La cosa empezó a torcerse cuando un burócrata, una especie de robot con hojalata donde los demás tenemos corazón, le dijo con la mayor frialdad que él no era cuidador, ni su madre dependiente. ¿En qué se basaba para negar un hecho tan empírico como que el sol alumbra? En la inexistencia de una resolución por parte del organismo competente. Sin ese papelito, no hay dependencia. Da igual que, mientras tanto, a la espera de una decisión que nunca llega, los seres humanos sufran.

Decía Lord Chesterfield que el estilo es el ropaje del pensamiento. Claro que sí, porque las formas cuentan. Y también, a su manera, son contenido. El burócrata podía haberse limitado a explicar, con la debida educación, cómo funciona el aparato administrativo. Lo que hizo fue preguntar a Eduardo, en actitud retadora, si tenía la resolución. Le dijo que no quería ser insolente, pero que un refrán castellano recomienda la virtud de no dar contra el vicio de pedir. Estupefacto, mi amigo respondió que, para no querer ser insolente, lo estaba siendo. Y muchísimo.

¿Qué puede pasar por la cabeza de ese funcionario? ¿Por qué un ser humano somete a otro a la crueldad gratuita? Sí, estamos en democracia, pero…Votar cada cuatro años no basta si un burócrata con vocación de monarca absoluto y sueldo para toda la vida, si un führer en pequeño, aprovecha sus privilegios para humillar a un inocente.  Sí, dijera lo que dijera un ingenuo como Rousseau, en el mundo hay gente mala. Menos mal que siempre nos quedara el derecho al pataleo aunque el alivio de la queja sea corto, demasiado corto.

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