Niños con su madre de la mano, en una imagen de archivo.
Niños con su madre de la mano, en una imagen de archivo.

Cuando era pequeña soñaba con ser arqueóloga, escritora y cantante. Sí, todo a la vez. De los tres deseos he podido cumplir uno, y a medias, con mucho sufrimiento. Lo de cantar, solo la ducha sabe de mis grandes éxitos. Y en cuanto a la arqueología, algo ejercí en los tiempos de la facultad donde empecé a coquetear con la poesía y otras cosas que no sirven para nada pero aportaban felicidad y acariciaban el espíritu. Ser profesora llegó más tarde, con esfuerzo, por necesidad, y no me arrepiento.

A lo que voy: en mis pensamientos de juventud no estaba el proyecto de ser madre, o al menos, no estaba de forma realista. Nunca me visualicé con Helena y Enrique. Nunca pensé que la maternidad supusiera noches sin dormir, preocupación constante y este miedo clavado entre las vértebras de forma perenne. Desde el momento del nacimiento de mi hija, mediante traumática cesárea, supe que nada iba a ser como en las comedias románticas. El dolor, el terror, el vértigo, las lágrimas, la alegría infinita, la ilusión, la impaciencia, la incertidumbre. Nadie avisa, nadie explica nada sobre lo que a una mamá se le viene encima (y a un papá, pero hoy me dedico a ellas, a nosotras). Nadie dice: cuidado, tu vida (y tu cuerpo) cambia para siempre y no hay vuelta atrás, y es posible que haya momentos de locura transitoria de casi arrepentimiento y desesperación. Cuidado.

También es una sorpresa maravillosa el increíble poder de superación, de adaptación y cicatrización que tenemos. La capacidad para recuperarnos del susto inicial y asumir lo nuevo desde el amor más puro y absoluto. O, mejor dicho, no es increíble, es naturaleza y es real, y lo vemos alrededor a diario. Solo por esto deberían subirnos a pedestales, coronarnos de laureles, respetarnos, protegernos con uñas y dientes de cualquier tipo de agresión, de incomprensión. Velar por la conciliación de verdad.

La maternidad no es un mérito académico, ni profesional. Ser madre no asegura el ascenso social ni económico, ¿verdad que no?  Pero solo por el hecho de ser conscientes de lo que somos cuando somos madres, deberíamos dejar esos problemas de autoestima e inseguridad a un lado. Porque la mayoría, hoy día, no solo somos capaces de cerrar las heridas y pisar el miedo, capear todos los temporales, sino que abarcamos todos los aspectos de nuestra vida, con valentía y con fuerza, aunque a veces el agotamiento nos ponga al borde del abismo. Si algo nos caracteriza, y de si algo debemos estar muy orgullosas, es por saber mirar de frente la existencia y vivirlo todo con los ojos muy abiertos, y bien despiertas, están mis madres y sus niños, mujeres y por supuesto, feministas, como María José, Herenia, Mercedes, Nuria, Marián, Marta, Gloria, Sonia, Carmen, Miriam, Elena, Rebeca, Estrella, Patricia, y todos los nombres que no caben aquí, y entre los que debo incluirme.

Nadie nos habló tampoco, antes de comenzar la aventura de conocer a nuestros hijos, que tendríamos el poder de sostener el mundo.

 

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