Abuela, que dicen que vamos a morir

Nada tan verdadero como la necesidad del engaño. Cada amanecer, desde hace 4.000 años, tiene que escribirlo alguien

25 de mayo de 2023 a las 11:17h
Machado y Scorsese se vieron a escondidas en la feria. Mascarillas utilizadas para contener los contagios por covid-19.
Machado y Scorsese se vieron a escondidas en la feria. Mascarillas utilizadas para contener los contagios por covid-19.

Vamos a morir todos, dice el médico de cabecera del planeta descabezado desde su consulta en Nueva York. Y atendemos hipnotizados, otra vez, como si fuera la primera. Vendrán virus y meteoritos. Tifones y tifus. Hongo nuclear. Setas venenosas. Arrepentíos. Arrepentíos. Y los oyentes piensan que ojalá tuvieran más motivos. Que habría estado bien un poco más de arrepentimiento. En silencio, ponen cara de ‘ya voy, ya. Dame un momento. Una ducha y estoy contrito enseguida'. Necesitamos la repetición diaria del mensaje apocalíptico. Como aquel pececito condenado a olvidarlo todo cada noche para llegar a las mismas conclusiones cada mañana.

Los firmantes de la sentencia de muerte urbi et orbi son los mismos que descubrieron hace tres años y tres meses que, asombro y pasmo, éramos vulnerables. Una galerna de galenos. También parecía nuevo aquel mensaje sobre la montaña de micrófonos. Versículo dos del mismo libro de los hallazgos, ese que aparece cada tarde borrado, en blanco, y vuelve a estar escrito al amanecer en los posos del tercer café. Dice ese apartado: vamos a morir. Otra pandemia vendrá que bueno te hará. O, como alternativa, agonizaremos como pollos, ensartados en un asador giratorio y achatado por los polos. 

Los predicadores del apocalipsis diario tienen un argumento imbatible. Dicen que morirse es tan fácil que al final le acaba pasando a muchísima gente. Eso sí, no pueden especificar ni cuándo ni cómo. Eso es rigor. Mortis. Los agoreros siempre acaban por tener razón. Morituri. Un hallazgo a la altura de otro anterior, aparecido aquel día en el que un presidente apuesto -satánico para los beatos- puso cara de Morgan Freeman: “Españoles, somos vulnerables”. Fue un 14 de marzo de hace un millón de siglos. Debe de ser que hasta la evidencia pandémica nadie lo tenía claro. No es que palmarla se hiciera mainstream desde ese día. No se volvía más popular y accesible. En todo caso, quizás, querían decirnos, desde ese momento iba a resultar aún más probable, algo más cruel. Si es posible. Que iba a pasar lo mismo pero aún más. Todavía más. Porque siempre fue. Nos avisaban de que aparecían nuevos métodos, nuevas plataformas para ver pasar la película de la vida en unos segundos. Pero estreno, lo que se dice estreno, había poco.

Al parecer, hasta aquella primavera cancelada, antes de todo aquello que decidimos guardar en el trastero del silencio pactado, nadie sabía mucho de ictus y caídas, infartos, misiles, seísmos y balas, meningitis, colisiones fronto-laterales, suicidios, neumonías, ahogamientos desesperados o recreativos, esclerosis, cáncer, alzhéimer y apuñalamientos. Nadie fallecía de gripe, miedo, asco, aburrimiento. Será que, por lo visto, éramos invulnerables antes del cristo de la mascarilla. De repente, al parecer, vimos la luz. Que somos muy frágiles, dijeron. Qué cosas. Unos pocos quedaron callados pensando ¿pero no lo éramos ya? Hay que estar ciego para ignorar que con el término vulnus-vulneris nada es tan ridículo y absurdo como un prefijo. ¿Quién se libra de la herida?. 

Nada tan verdadero como la necesidad del engaño. Cada amanecer, desde hace 4.000 años, tiene que escribirlo alguien. El último fue Sergio del Molino. Necesitamos el embuste y la negación para poder alcanzar otra merienda. Para aguantar hasta la cena y ver en el telediario que la Organización Mundial de la Salud o un candidato a la Alcaldía repite alguna obviedad desde la pantalla: “Tsé, oiga, que vamos a morir todos” o "parece que somos muy frágiles, que nos mata un microorganismo de mierda, nada, así de chiquitito".

La reacción ante estas revelaciones tampoco es nueva. Rebeldía hedonista. Pedir pista. De hecho, ese impulso empezó antes de 2020, año de las sagradas revelaciones. Unos 300 meses antes. A qué viene asombrarse si hay cola por dos bolas de ensaladilla. Discusiones por una mesa para un descafeinado. Si nos sorprendemos salivando con el recuerdo del desayuno de la Venta El Soldao y teorizamos sobre el gintónic hasta tener que renovar el hielo. Llenamos vuelos con y sin motor a cualquier sitio. Consumimos ansiolíticos más que sugus comimos. Esos turistas aterrados, que somos todos, alquilan por el triple que hace un año hasta el rellano que legó el abuelo Antonio. Atestamos conciertos, romerías, procesiones y ferias con los dos reales que nos quedan. Total, también acaban de confirmar que los féretros no aceptan ni metálico, ni tarjeta, ni bizum. 

Intentamos consolarnos con el placer y con el cabrón de su primo, el vicio. Tampoco sirven. Lo dejó dicho Mick Jagger, que cumple 80 en un mes. Sabrá por viejo y por lo otro. Pues ni caso. Ya soltó veces lo de la satisfacción. Que no. Que por ahí tampoco. Pero eso también lo olvidamos en cada aperitivo y lo recordamos en cada postre. Si llegan Putin, Yolanda o Abascal que nos cojan bailando para Tik-tok. Ya nos vestiremos para la foto. Una mortaja decente, camino del furgón.

Scorsese, los otros días, regaló el mejor titular en milenios. Tras estrenar su última película, considerada ya de las mayores de uno de los más gigantescos cineastas vivos o muertos, canon andante, le preguntan para qué arriesgarse a sus 80 años. Con una trayectoria memorable, legendaria. El director devolvió la interrogación: “¿A mi edad, qué más puedo hacer que arriesgarme?”. A qué va a esperar. A verse postrado en un hospital, en una pandemia, en un cuarto de baño. Qué mejor cuando uno se sabe vulnerable, algo que sucede todas las edades pero a unas más que a otras. Si hasta Machado le daba la razón al neoyorquino echándole el brazo por lo alto: “Hoy es siempre todavía, toda la vida es ahora. Porque ayer no lo hicimos, porque mañana es tarde”. Se les vio a los dos, sevillano y americano, finos de vino en la feria de El Puerto, petada como todo.

El carpe diem crónico y omnipresente se hace pesado. Incómodo. Para encontrar sitio, sobre todo. Toda reiteración, casi obligación,acaba por dar fatiga. Pero peor es la alternativa. Peor es no arriegarse. Lo sabíamos antes de encerrarnos. Lo sabemos ahora que salimos en tromba. Aunque jugamos a olvidar todos los días, siempre hay un hueco para recordar sin que nadie susurre al oído, como le hacían al emperador cretino aquel. 

Conviene oír, recordar y olvidar. Y vuelta a empezar. Volver a oír y a olvidar. Si hacemos demasiado caso a la Organización Mundial de la Salud podemos terminar como los hippies que acampan en la Sierra o como todos los que están fuera de la comuna: domesticados, decepcionados y decepcionando. Ya ni follan constantemente, ni retozan salvajemente, ni yacen colectivamente. Dicen que son gente de bien, que hay niños y ancianos delante. Habráse visto. Hasta dónde vamos a llegar. La transgresión y la anarquía aplastadas por la prudencia, la prevención, la higiene, la consideración, la decencia, el qué dirán. 

Ya no quedan paraísos en la tierra. No hay reservas para darle un masaje al alma. Ni Woodstock. Ni Benaocaz. Ya nada es lo que nunca fue. Tenemos que encerrarnos como los okupas en otros edenes artificiales, la química, la actividad física, las casetas y las carretas, en los estadios, los hoteles, las terrazas y los restaurantes, en los resort aunque no estén en Trebujena.

Sólo nos quedan esos infiernos. Uno nuevo cada día. Aunque dicen los que saben que es el mismo siempre. Y que dure. Lo bien que se está mientras no cierra.

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