Los ojos que permiten ver el bosque

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

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Alguna vez habrá llegado a nuestros oídos la frase de que la vida se escapa a cada paso. El propio John Lennon nos alertó con acierto de que vivir es aquello que ocurre mientras estamos ocupados en hacer otros planes. No puede ser más cierto. Nos pasamos el día acumulando proyectos, realizando tareas, absortos en la vorágine de nuestro devenir cotidiano. La vida va tan deprisa que llega casi de improviso el momento de no reconocer a quien nos mira en el espejo. Paralelamente, vamos fabricando recuerdos, capturando imágenes fijas que se convierten en el background de nuestro conocimiento. Contra ese ayer compuesto de retazos en sepia resulta bastante complicado competir. Esta pasada semana, en la final carnavalera por excelencia, Martínez Ares le cantaba al Cádiz de sus recuerdos, a ese que se le ha escapado entre los granos de arena de La Caleta, entre los últimos retales de la otrora mercería de la esquina, entre unos labios que cantan por alegrías desde un balcón con geranios rojos. Estar a la altura de las instantáneas de la infancia es tan complicado como encontrar a veces un motivo para bajar al mundo, a este mundo que va tan deprisa. Especialmente, cuando pensamos en otros tiempos y recordamos cómo se pensaba y cómo se guardaba silencio, cómo se reía, cómo no se temía y cómo se aceleraba el corazón… nos planteamos qué habremos hecho mal, qué habremos perdido por el camino. Nosotros. U otros. O todos.

Nada hace presagiar al profano, cuando deambula por una de las calles más céntricas de Roma —la popular Via Veneto—, lo que se esconde bajo la Iglesia de Santa María de la Concepción. En la entreplanta de este lugar sacro se haya la cripta del antiguo convento de los Hermanos Menores Capuchinos (Convento dei Frati Minori Cappuccini). Tras contemplar una colección museística de reliquias, objetos curiosos de la vida monacal y hasta un Caravaggio, el visitante puede al fin poner sus pies en la cripta. En ella reposan los restos mortales de unos 3.700 monjes de la orden. Lo curioso del emplazamiento es que en él son los huesos, cráneos y esqueletos de los hermanos muertos los que decoran las paredes y el techo de las seis capillas a modo de dantesco collage. Esta peculiar y sobrecogedora obra de arte necrófilo del siglo XVII atrae a miles de visitantes que se quedan atónitos ante la siniestra estampa. Con el paso de los años y la afluencia de curiosos, se decidió rentabilizar las visitas cobrando entrada e incluso colocando al final de la cripta una tienda de souvenirs. Cierto es que el sonido de la caja registradora y los fluorescentes restan solemnidad a la sentencia que nos despide del enclave: “Eres lo que eras. Lo que eres, serás”. Cuando los niños italianos acudían hace décadas con sus padres a contemplar la escalofriante necrópolis, no había tienda, ni fluorescentes, ni ticket: solo ojos sedientos de respuestas, bocas de par en par y susurros.

El protagonista de Asignatura pendiente, genial opera prima de un Garci venido a más, se nos presenta como un enamorado. Lo está hasta el punto de poner en riesgo su matrimonio, pero él no ama a una mujer, idolatra a la niña de quince años que ella fue y que no pudo conseguir en su momento. Miraba a una niña. La miraba con ojos de niño, esos ojos que nos permiten soñar a partir de lo contemplado, que nos permiten imaginar y vivir como antes, como ya nunca.

El segundo árbol a la derecha del gran patio de entrada a mi colegio es especial. Lo sabe todo el que allí ha cursado sus primeros años de estudio. Tiene una irregularidad en forma de puertecita a la altura de la cabeza de un niño de unos cinco años. De pequeños, jugábamos a que esa abertura tallada en el tronco era la entrada a un mundo de duendes, hadas y quizá hasta dragones, un mundo en el que podíamos ser diminutos y caminar por el interior de las hojas junto a gusanitos y gotas de agua. Cuando te acompañan los ojos de niño, puedes verlo.

El don de la curiosidad no es patrimonio exclusivo de la infancia, pero sí lo es un determinado prisma, un cierto asombro, una suerte de expectación poco corriente. Todo ello compone la forma en que mira un niño: a veces sin aparente atención, otras con exquisita ferocidad. Los fotogramas en sepia de nuestra memoria pueden devolvernos a la cripta en penumbra, al rostro del amor adolescente, al mundo onírico del bosque… pero debemos esforzarnos en recobrar la forma de volver a verlos. Que las musas los pillen trabajando, señores. Personalmente, no me importaría que la vida me sorprendiera mientras estoy ocupada intentando mirarla de frente. En ello estamos.

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