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“Hijo mío. Pues de pena no se muere una gota de lluvia. Siempre valiente. Agárrese a los cuernos de una cabra. A qué no da vértigo sostenerse de ellos mientras rumia los brotes de una zarza”.

“Hijo mío. Pues de pena no se muere una gota de lluvia. Siempre valiente. Agárrese a los cuernos de una cabra. A qué no da vértigo sostenerse de ellos mientras rumia los brotes de una zarza”. Nos contaba don Hermógenes desde el despacho de su púlpito. Es el recuerdo más preclaro que sostengo. Aunque yo hablo y hablo y hablo como una chorrera y no sé si me entenderán. Mi sobrino me dice, entre señas, mientras le contaba la anécdota del cura:

—Tía, pero si estás más sorda que una tapia.

—Ah, pero una sorda centenaria —le respondí—.

Qué te habrás creído, Silverio, que ahora tienes una maraña de pelos enfundados en la barba, y más parecen rastrojo en libertad. Cuando eras chico, bien te gustaba acompañarme a misa, sobre todo cuando hacía mal tiempo y no podías quedarte en el patio a jugar al hombre prehistórico. Se veían venir tus mañas. Tan fascinado con los que se iban. Perplejo. Preguntón. Curioso hasta la saciedad. Desvalijador de nidos de pichón. Más cabal que un perdigón.

Acuérdate. El día que a tu bisabuelo le dio un aire, con todo lo puesto. Venía de la sementera y se desplomó al atravesar el puente sobre el río Mataviejas. Noventa años, seis meses y dieciséis días litigando con la tierra. Tú le llegabas a la altura de los bolsillos de su pernera, y profesabas un cariño de órdago. Siempre te traía huesos de todo temblor y pedernales para tallar sueños. Ahí metido en la caja, te pareció raro que no se moviera ni con el susto de tus aullidos. Lloraste un diluvio. Don Hermógenes te sostuvo mientras tanto. Y eso te dijo. Que no tuvieras vértigo.

II

Hoy se murió mi tía Petra, que tenía cien años. Cien años tan lisos como un jamón cortado al amanecer. Un siglo largo, áspero y terco. Ella siempre supo sacar lo mejor en los tiempos de apremio y de pobreza. Hilaba más historias que un tragafuegos. Las debió aprender del cura. A una historia por misa. Y ya nos advirtió, que nunca dejaría de contarlas.

El día anterior, precisamente había estado practicando el arte del ganchillo, tan prodigiosa en el mismo como en los cuentos de lobos silbando, arrieros fantasmas y gañanes de Vinuesa. Gozaba de buena salud, pero ayer nos pilló de sorpresa. De repente, empezó a tener temblores, se mareó y cerró momentáneamente los ojos. Corrí a su lado, pues pensé que, de verdad, le había llegado la hora a deshora:

—No te puedes morir ahora, así. No te he dicho adiós.

Al momento, la tía Petra volvió en sí, se irguió un poco y dijo con ligera sorna:

—Tremendo susto te he dado, Silverio ¿eh?

Sonrió. Y se murió.

III

La brisa es ligera. No le acompaña el olor seco y agotador de la arena. Muros blancos. Avalon se mueve como las caderas de una negra. Parece que le hubieran parido a ritmo de habanera. Le llamo. Gira la cabeza, me huele con su hocico negro y prosigue su marcha. Parece ajeno a las circunstancias.

Hoy me llamaron por teléfono. Mi primo Silverio. El loco de la gaita. El que hace música en cuevas y oscuras oquedades. “La tía Petra ha muerto”. Así de tajante y breve se mostró. Y yo aquí en la isla, con el perro. La noticia me reventó por dentro y, apenas terminé de almorzar, adelanté el paseo diario de Avalon, para ver si se me iba el estrago a ritmo de mar.

Pero no es el único encontronazo que me aflige. También tumbaron el especiero donde se sentaba Miguel de Unamuno. Lo talaron con esa malévola gracia. Avalon mira el hueco desencantado, como si él también supiera que tanto el viejo árbol como mi tía se han esfumado, y se acerca a mí, de nuevo, para que le acaricie las sienes.

Allí hay muerta. La tía Petra. Aquí no hay muerto. No todavía. Tiene gracia. Esa maldita costumbre se me pegó cuando trabajaba de camarera en el Bar de los Muertos. Ese que está enfrente del tanatorio y al que el negocio le iba bien y  mejor cuando había muertos. Qué paradojas. Llamaba el jefe al tanatorio, religiosamente, a las ocho de la mañana. Para ver si iba a haber oficio de difuntos, y de haberlos, cuántos. Así echaba cálculos en la libreta y si hubiera necesidad de comprar más carne a Paco, para los bocadillos de todos los pésames hambrientos. Si no había muerto, tampoco había carne.

IV

Mi madre también tuvo una tía Petra. Los recuerdos son difusos y poco prolongados. Pero a ella la memoria se le ilumina. No sé en cuál de los barrios. Si en el Pequeño o en el Grande, como acostumbran los viejos del pueblo a dirimirse entre los dos costados. Pero da lo mismo, porque además de Petra el pueblo también tuvo su historia. Ambrosio Spínola fue el primer marqués de los Balbases, antes de que la tía Petra casi le arrebatara el protagonismo a tal título nobiliario.

Fue una tarde de tormenta. Los campos atestados de cereal. Las ciénagas sin pudor. El sol amedrentaba. Las nubes negras y amenazantes se veían venir desde la fragua de Castrojeriz. El páramo apenas se sostenía. No creo que transcurrieran diez minutos más, antes de que semejante aguacero irrumpiera a propósito, cuando Petra salió ahuyentada, calle abajo. Hasta la fuente de la plaza. Junto al colegio. Con un paraguas negro y sonrojado ante tanta oscuridad que se avecinaba:

—¡Por Santa Bárbara, San Pancracio y Santa Filomena, que los santos invocados se lleven la tormenta!- exclamaba la Petra, según escuchó mi madre en sucesivas reiteraciones de los más viejos del pueblo-.

Debieron salir ascuas y asperezas entre los árboles, o legiones de moscas dormidas por las puertas de muchas bodegas, así como un par de murciélagos con insomnio y una pila de agua bendita que algunos cuentan que cobró vida, pero la tormenta cambió impetuosamente de rumbo, y se deshizo camino de la vecina provincia de Palencia.

Cuentan que la tía de mi madre debió ser vitoreada por aquel milagro o acto de fe. Ella sola como un el más potente humilladero que hubieran conocido en la comarca. Tanto así que el alcalde llegó a mandar laudatorio a un tal Beltrán Alfonso Osorio, a la postre detentor del marquesado del pueblo por aquel entonces, solicitándole comedidamente se diera a la tarea de conceder una parte del título a la Petra, por haber salvado a los campos del pueblo de la peor granizada en todo el tiempo de que tuvieran conciencia hasta los muertos enterrados en el pueblo.

Parece que esta Petra infundió milagro.

V

Esta Petra, la otra y las demás. En todos los pueblos parece que hay una Petra. Alabado sea el santísimo por dejar entrar a esta Petra en el cielo de todas ellas. Cien años. Parece que Dios las quiere cuanto más viejas mejor, para que los atrios se llenen de sabiduría, buen canto, y sabroso puchero.

Suena bien una Petra junto a la chimenea, con la lumbre en el costado, rompiendo las ascuas con la mirada de sus ojos turbios. Viendo transcurrir el tiempo, sin otros altares que la vejez incrustada en la estancia, y el frío declinado en los aleros del tejado. Una Petra que remueva el cocido lentamente, mientras la chacina se disuelve y nos deja el canto ligero de alguna copla.

Con un poco de fe hemos de dejar evidencia del buen hacer de esta Petra. De la tía Petra, como la llamaban. Qué mujer más aprendida que enseñada. No la ganaba ni el diablo. Por eso Dios ha de estar feliz de tenerla en sus vaivenes.

La queríamos todos. Todas las mañanas de buen sol, se sentaba en la entrada de la casona. Le aguardaba una puerta cosida a golpe de tachuela y rancia humedad. La silla desvencijada, como si la hubieran robado, con permiso o sin él, a una compañía de titiriteros.

“Buenos días por aquí. Buenos días por allá”. Así nos saludaba y tenía presentes, en riguroso orden alfabético. Levantaba el sesgo con cada uno de nosotros. Sabía de memoria las circunstancias que pudiéramos desconocer por pura vagancia o desinterés, y era capaz de adivinar quién volteaba la esquina hasta por el andar de sus ijares. “Es que los hombres sois como caballos embravecidos, cuando bajáis la Calle Real”, sostenía la tía Petra. Ellos como caballos y ellas como duros cántaros.

Mañana oficio su misa. Mandé a Herminia que limpiara la sacristía, y dejaran a punto el interior. Sobre todo, que entrara el aire a ver si se levantaba el velo de humedad. Siempre quiso tía Petra que la cortejaran en la iglesia de la Asunción. “Esta es la patria dura de don Hermógenes. Por aquí entré y por ende, me sacarán”, declaraba orgullosa un día en que le preguntaron cómo quería que la despidiesen, no sin antes hacerla jurar y perjurar que nunca se iría sin permiso.

Ahora que no está Hermógenes, me toca a mí de aclararle a Dios que antes de consagrar el vino era un bien tinto de Arlanza, y que la tía Petra sea tan bien recibida como lo fue en tierra de sabinares. No ha de ser ella un alma trashumante.

VI

La tía Petra alcanzó los cien años antes de irse en busca de otras hojas de llantén. Me enteré por mi hermana. Volvía de pasear a Avalon, que se metió de bruces entre mis piernas, en busca de empanada.

—Llamó Silverio. La tía Petra ha muerto- me dijo escueta y lúgubremente—.

—¿Nos ha dejado la centenaria?

—Así es, rapaz. Lo siento mucho.

—Habrá que ir a contárselo a Rodrigo, antes que nada.

Íbamos a ser más de dos tristezas y media. Avalon cuya cola era el contrasentido de la muerte. Mi mujer con una expresión de tristeza inabarcable. Una lágrima me caía indefectiblemente por la mejilla izquierda. Y subir a la segunda planta, donde mi padre echaba la siesta sobre un jergón con olor a yunque.

—Cuando se entere Rodrigo, la memoria se le va a hacer un ovillo –le confesé a mi mujer, mientras me apoyaba en el pasamanos de la escalera—.

Mi viejo. Él estuvo muy enamorado de la tía Petra. La única capaz de devolverle el sentido de la arquitectura. 

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