Los colores de la Academia

Los tonos del saber se apagan cuanto más se distancia hoy aquella escena de la sórdida realidad.

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Presido Laboratorio de Estudios en Comunicación de la Universidad de Sevilla. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

'La escuela de Atenas', de Rafael.
'La escuela de Atenas', de Rafael.

La primera vez que vi el cuadro que marcaría mi vida tenía 16 años. Algo había en aquel lienzo que me atraía como un imán. Creo que al contemplarlo entendí —aunque aún de forma inconsciente— lo que iba a ser de mí. Casi ocho metros de base y cinco de altura para una estampa imposible de olvidar. En el centro de la imagen, Platón y Aristóteles sosteniendo el Timeo y la Ética. A su alrededor, el resto de filósofos imprescindibles para comienzos del siglo XVI, cuando Rafael los pintó. A estas alturas, mi buen lector probablemente sepa que me refiero a La escuela de Atenas. El original, el de los Museos Vaticanos, tardé algunos años más en poder tenerlo frente a frente.

Para entonces, acababa de terminar la carrera y ejercía el periodismo en la radio mientras me planteaba en firme encaminar mis pasos a la docencia universitaria. En aquel momento no lo sabía pero la Academia que se abría ante mí en ese cuadro era la que había motivado una de las decisiones más importantes de mi vida. Para mí, la universitas era sinónimo de grandeza, estandarte de la majestuosidad del conocimiento y símbolo del pensamiento elevado. Y yo quería estar ahí. Sentía esos mentideros intelectuales rugir enfervorecidos en mi cabeza, repletos de ideas llameantes, de curiosidad y de retórica. Conocerla por dentro ya fue otro cantar.

Sin lugar a dudas, los colores de la sabiduría son los rojos y los celestes de las túnicas de aquellos padres de la filosofía. Al mirarlos descubrí que la paleta de Rafael contenía todos y cada uno de los tonos del saber. Era en ese templo clásico donde se escondían, en la pared más luminosa de aquella Stanza della Signatura. Yo deseaba formar parte de aquello o, en su defecto, de su versión accesible para una nacida en los ochenta. Por eso entré en la Universidad o, más bien, por eso nunca he salido de ella. Decidí quedarme allí porque amo el pensamiento pero sobre todo —hoy lo sé— por el cuadro del genio de Urbino. La magistral pintura te hace sentirte muy pequeñito, al igual que el conocimiento. Somos insignificantes motas de polvo en el universo, igual que en la universitas.

No corren buenos tiempos para ella, para la Academia. Ahora resulta que los estudios de posgrado se regalan, que no hace falta para algunos ni pasar por clase y que todos somos iguales a ojos de unos cuantos. Hoy parece que la formación más elevada está en venta, que se intercambia por favores políticos y sucias concesiones municipales. Hoy, que se desconfía de todo y de todos, veo palidecer los ropajes de los sabios. A medida que los pliegues de sus túnicas se oscurecen, el rojo platónico mengua en intensidad y el celeste aristotélico ya no se parece al cielo.

Los tonos del saber se apagan cuanto más se distancia hoy aquella escena de la sórdida realidad. Aunque los tejemanejes políticos acaben por sacarle los colores a la Academia, eso verdaderamente solo lo logró Rafael Sanzio hace más de quinientos años. Fuera del cuadro, lo vital es que sigue habiendo lucha, esfuerzo y dedicación por parte de todos esos a quienes aquella escuela ateniense les cambió la vida y les hizo enamorarse del pensamiento, de la docencia y de la decencia. Todo lo demás serán mañana trozos de papel mojado y manzanas podridas.

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