"Esa noche, me metí en la cama con la certeza de sentirme mucho más cerca de ese chaval argentino que me rogaba que no llamara a la policía, que de ningún gallego, catalán, andaluz o español...".

"Me siento mucho más cerca de los celtas de la Isla de Man que de vosotros los andaluces con vuestros toros y vuestro flamenco". Mientras recogía la mesa, el camarero aprovechó para meterse en el animado debate que, al calor de unos chupitos de orujo, manteníamos sobre el independentismo catalán.  Era joven, no tendría más de treinta y cinco años; luego nos dijo que era de Fisterra "el lugar más bonito del mundo" y que había sido concejal  por el BNG en el ayuntamiento de no sé qué pueblo. Y, entre café y orujo, le dimos cuartelillo… Nos habló del derecho de autodeterminación de los pueblos, de la identidad gallega, de la represión que había sufrido su cultura y lengua, considerada aldeana y cateta, durante décadas, de lo anticuado que había quedado el concepto de Estado santificado la Constitución del 78. Hasta ahí, podíamos, más o menos, compartir su discurso. El problema vino cuando nos dijo que nosotros no podíamos entender el nacionalismo porque vivíamos en un erial. "¡Eh, eh, eh! —exclamamos al unísono molestos por su comentario despectivo—. ¿Tú conoces Andalucía o solo has visto las películas del oeste filmadas en el desierto almeriense? ¡No te pases chaval!" Consciente de que se había metido en un charco muy profundo con unos desconocidos, se disculpó. Y, para enmendarlo, nos invitó a una nueva ronda de chupitos.

Cuando terminó su jornada, se sentó con nosotros tratando de confraternizar. Nos explicó su teoría de por qué el pueblo gallego, como el catalán, debía luchar por su independencia: "Galicia es una tierra rica en recursos que está siendo explotada en beneficio de otros, por eso debemos luchar por la autodeterminación, para acabar con este expolio". Conforme su discurso se inflamaba, el tono de su voz subía. "¿Y tú no crees que sería más efectivo que la izquierda se uniera en toda Europa para luchar contra el expolio al que el capitalismo está sometiendo a la clase trabajadora gallega, catalana, bretona, valona o andaluza?". "Eso será luego, pero de momento, debemos luchar por la independencia para que cada pueblo pueda disfrutar de lo suyo sin que otros se lo roben". No lo dijo, ni  nosotros le preguntamos —a esas alturas, con casi una botella de orujo consumida, estábamos por confraternizar—, pero mucho me temo que cuando hablaba de los otros se refería, también, a nosotros los andaluces. "Oye, pero ese discurso de lo nuestro para nosotros es el que tiene la ultraderecha europea para justificar la xenofobia, ¿no? Negó vehementemente: "¡No compares!" Y siguió hablando de que Galicia podría ser autosuficiente; de que solo se imparte el cuarenta por ciento de asignaturas en su lengua; de que son la segunda comunidad que más energía eléctrica produce a partir de las renovables y que se la están llevando a otras comunidades… "¿Y no os asusta que toda una generación pueda perderse por las consecuencias económicas de la independencia?" La pregunta de mi amiga evidenciaba su sincera preocupación por la gente. "Y hasta dos generaciones estamos dispuestos a sacrificar para conseguir la libertad".

Continuamos charlando un rato más. Él, argumentando a favor de conseguir esa arcadia feliz en la que el pueblo gallego pudiera ser él mismo sin injerencias externas. Algunos de nosotros, defendiendo que Europa debía encontrar ese alma de la que Delors habló para que los europeos nos enamorásemos de ella; una Europa de pueblos federados donde se pudiera decidir con garantías y respeto —no a las bravas como está sucediendo ahora en Cataluña—, la pertenencia o no a un país y, sobre todo, en unir a la izquierda para humanizar este capitalismo descarnado que se está llevando por delante el Estado del Bienestar a consecuencia de lo cual están floreciendo, de nuevo, la ultraderecha y los movimientos independentistas. Nos despedimos sin que ni él ni nosotros cambiásemos de opinión, pero con la satisfacción de haber podido debatir sobre ideas  ؅algo cada vez más difícil en la actual situación política— en un ambiente relajado y, repuestos de la impertinencia inicial, de respeto mutuo. 

Al día siguiente de este encuentro, cuando volvía al hotel, fui testigo del accidente de moto de un repartidor de pizza. Todos sabemos cómo trabajan la mayoría de estos chicos: sin asegurar, cobrando por pedido, poniendo su vehículo… Cuando oímos el impacto de la moto contra el suelo echamos a correr en su auxilio. Tirado en el pavimento, el chaval se revolvía mientras preguntaba insistentemente por el niño. Al principio, no sabíamos a qué niño se refería. Pensamos que, en estado de shock, estaría preocupado por su hijo; luego supimos que preguntaba por el crío que esperaba en el paso de peatones con sus padres y que, en un momento de despiste, hizo amago de cruzar la calle. Me impactó  ver que, incluso aullando de dolor, era capaz de pensar antes en un niño al que no conocía de nada que en él mismo. Tras unos minutos angustiosos en los que no sabíamos qué hacer, más que llamar al servicio de emergencia, él mismo se levantó. No podía mover el brazo, tenía las manos ensangrentadas y caminaba con dificultad. Cuando se enteró que estábamos llamando a la Policía Local, con su acento argentino nos pidió que no lo hiciéramos, "ya sabés cómo va esto. No llame por favor". Por fortuna, alguien ya la había avisado liberándome así de la responsabilidad de decidir. Me fui con el corazón en un puño y unas ganas tremendas de llorar.

Esa noche, me metí en la cama con la certeza de sentirme mucho más cerca de ese chaval argentino que me rogaba que no llamara a la policía, que de ningún gallego, catalán, andaluz o español; mucho más cerca de su sueldo de miseria, de su miedo, de sus precarias condiciones de trabajo, de su sentimiento de extranjero, de su zozobra y su incertidumbre que de cualquier bandera, patria, lengua o nación. Y recordé con pena la proclama que Rosa Luxemburgo lanzó antes de que la lanzaran a ella por el puente sobre el Landwehrkanalal: "La tarea más inmediata del socialismo es la liberación espiritual del proletariado de la tutela de la burguesía, que se manifiesta en la influencia de la ideología nacionalista. Las secciones nacionales deben denunciar que la fraseología hueca del nacionalismo es un instrumento de la dominación burguesa. La única defensa de la verdadera independencia nacional es la lucha de clases revolucionaria contra el imperialismo". Y me dolió, como solo duele enfrentarte a la certeza de tu infinita estupidez, reconocer que siglo tras siglos volvemos a darnos con la misma piedra. Una y otra vez. Sin remedio. Para que siempre ganen los mismos, llámese burguesía o multinacionales.

P.D.: Abuela, como bien sabes que me gusta la ficción, te juro por lo más sagrado que lo relatado aquí es rigurosamente cierto. No te digo que objetivo, los recuerdos nunca lo son, pero sí absolutamente verídico. 

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