Mi admiración y respeto por tantas y tantas
mujeres que, calladamente, nos dan lecciones de
vida y saben hacer de este mundo un lugar mejor.
Cuando la conocí era una joven madre que no había cumplido los 30 años. No recuerdo ni el día ni el momento en que cruzamos la primera palabra, pero si entré en contacto con ella fue porque tenía algo; un estilo que no cuadraba con las demás madres de la escuela. Menuda y vivaracha, la sonrisa siempre a punto y un entusiasmo por todo, fuera de lo común. Hablaba de su infancia como ese paraíso perdido que algún día recuperaría. Fue niña de campo, de experiencias sensoriales y emotivas, a las que siempre acudía en sus relatos; en esos momentos de confidencias con los que entreteníamos muchos paseos domingueros, o los sabrosos cafés a media tarde, mientras los niños jugaban en la habitación de al lado, lejos de nuestras miradas. Conocedora de heladas matutinas, de toques de campanas, de rosados atardeceres, a la vera del cortijo donde vivió sus primeros años. Trepadora de árboles, buscadora de aventuras y misterios, por caminos y veredas, junto a la rivera del río Guarimar; un paisaje y unos aromas que la han hecho como es; que son una parte muy importante de su identidad.
Tal vez fue ese pasado común, ese aprendizaje de las cosas importantes de la vida, en contacto directo con la naturaleza, esa confianza en las personas sencillas, lo que nos acercó. Las dos teníamos una mirada algo idílica sobre nuestra infancia y soñábamos con volver algún día al paisaje perdido. Yo sabía de su generosidad con todos. Había observado su capacidad para comprender las razones de los demás y por eso casi nunca se quejaba; podía incluso asumir responsabilidades ajenas, y siempre con una sonrisa a punto, como sin dar importancia a esas cualidades que la hacían admirable a mis ojos. Tenía casi diez años menos que yo y era más madura. Se mostraba más capaz de controlar sus emociones y de sobrellevar con éxito los pequeños contratiempos que nos depara la vida. Con los niños era la madre que todos desearíamos: cariñosa, desprendida, juguetona, casi siempre disponible, porque ellos eran lo primero. Diríase que no le pesaba ese papel maternal que a mí, por ejemplo, siempre se me hizo cuesta arriba. Y por eso, por todo eso, le confiaba el cuidado de mi hijo, cuando yo me encontraba con dificultades. Y no digamos con la aguja… Era primorosa, y lograba tener sus propios ingresos ejerciendo el oficio, de maneras diferentes, sin contratos, aprovechando un rincón de la casa, quitándole horas al sueño, eficientemente, con gusto y siempre con alegría.
Me admiré cuando logró su ansiada casa en plena sierra de Collserola. Durante años fue ideando ese momento en el que dejaría las cuatro paredes del piso, para poder disfrutar de las añoradas puestas de sol, y sembrar su pequeño huerto. Un éxito que debe a su firme voluntad, a su empeño en ser feliz. Por eso, contrariamente a la mayoría de la gente, nunca ha vivido para trabajar; sus ambiciones no han ido por ese camino tan trillado de ganar mucho dinero o tener éxito. Ella ha encontrado el camino para hacer en cada momento lo que le apetecía, lo que le resultaba más cómodo, más agradable, más adecuado a su circunstancia personal y familiar. Y la vida la ha premiado.
El día que me llegó la noticia, no sabía qué hacer con la emoción que produjo en mí. A esa pequeña gran mujer se le han abierto las puertas de la universidad cuando está a punto de cumplir los 50 años. ¿No es como un milagro? Bueno, es lo que pensarán aquellos que creen que las cosas vienen a nosotros como por arte de magia. Pero no se trata de eso, y es precisamente lo que quiero reivindicar hoy con mi relato.
La historia de María Ignacia es una de tantas historias anónimas que hay que visibilizar. ¿Qué mejor celebración para este Día de la Mujer Trabajadora? ¿Por qué no transformar ese soniquete repetitivo de la pobre mujer, de la víctima perpetua de este mundo machista e injusto? Hablemos de las mujeres que pasan por nuestra vida como el que no quiere la cosa, sin hacer mucho ruido, pero dejando su huella; siendo ejemplo de humildad, sencillez, generosidad, capacidad de lucha, y amor por las pequeñas cosas. Si buscamos, seguro que vamos a encontrar muchos ejemplos como el que aquí os presento. A veces, nuestra mirada está orientada por modas, por modelos de plástico o de cartón piedra que no resisten el tiempo. Las mujeres que deberían servir de referentes a las generaciones futuras tienen esas cualidades que mi amiga destila por los poros de su piel y que han ayudado a que este mundo tenga continuidad. La verdadera sabiduría, de la que quizás sepan mucho nuestras abuelas, tiene tanto de pragmatismo para dar respuesta real a los problemas cotidianos, como de un cierto idealismo e inocencia, para no perder la fe y transmitir a nuestros hijos esperanza en el futuro. Ambas cosas las ha sabido conjugar perfectamente Maria Ignacia, mientras, como hormiguita trabajadora y silenciosa, andaba el camino que un día la llevaría a las aulas universitarias. Un sueño celosamente guardado y que se hizo realidad en una primavera cualquiera, en un lugar de Catalunya.
