Días atrás tuve la oportunidad de degustar la que, para mí, es de las mejores películas del año. Hablo de Frankenstein. La cinta, de por sí, es una obra de arte por sí misma. Una de esas producciones que merece la pena saborear lentamente.
Guillermo del Toro, padre y creador del film, es de los que no miran a los monstruos con miedo, sino con devoción. Para el cineasta, las criaturas que habitan en las sombras son espejos rotos que reflejan una realidad mucho más mundana que ficticia.
En su particular visión, la criatura de Mary Shelley no es un demonio, sino un ser incomprendido, una tierna aberración cosida a retales que busca, como todos nosotros, un poco de afecto y comprensión.
Esta humanización de la bestia nos invita a una revisión (y reflexión) necesaria sobre el perdón y la redención. Del Toro nos enseña que el verdadero horror no reside en las cicatrices mortecinas, sino en la incapacidad de disculpar la imperfección ajena, y sobre todo, la propia.
Para entender por qué nos sentimos tan identificados con estas criaturas, quizás deberíamos mirar hacia nuestra propia composición molecular, biológica y el cosmos.
Si los datos no fallan, el cuerpo humano está compuesto por 60% o 70% de agua. Somos, en esencia, mares envasados en un recipiente de huesos y piel. Y si aceptamos que la luna ejerce una tiranía gravitatoria sobre el fenómeno de las mareas, sería una arrogancia supina pensar que nosotros somos inmunes a ese influjo. Las fases lunares no solo iluminan la noche, nos mueven por dentro, agitan nuestro oleaje interno y, a veces, desbordan nuestros diques de contención emocional.
Es aquí donde la metáfora del licántropo cobra una vigencia aterradora. El mito del hombre lobo nos habla de una transformación inevitable bajo la luz de la luna llena, pero en nuestra realidad contante y sonante, no necesitamos esperar al ciclo lunar para mostrar las garras. Vivimos (y sobrevivimos) en una sociedad feroz, una jungla de asfalto, un lugar inhóspito en el que, la hostilidad del día a día —la precariedad y la competencia desmedida— actúa como ese disco de luz que nos obliga a sacar los colmillos para sobrevivir. Somos lobos por adaptación evolutiva a un entorno que premia al más fuerte y devora al compasivo. Sin embargo, la lección que extraemos de la mirada de Del Toro sobre Frankenstein es que, incluso en la transformación, hay espacio para la piedad. El monstruo no nace: se cincela a golpe de rechazo.
Por eso, los clásicos de la literatura de terror, desde el Drácula de Bram Stoker hasta el Dr. Jekyll y Mr. Hyde de Stevenson, nunca trataron de criaturas sobrenaturales. Siempre hablaron de nosotros mismos. De nuestras dualidades, de nuestras pulsiones reprimidas y de nuestra sed. Al final del día, cuando la luna se oculta, queda la certeza de que no hay nadie puramente humano ni puramente bestia. Todos, en mayor o menor medida, tenemos un monstruo ávido por despertar; la diferencia es si lo alimentamos con odio o lo calmamos con humanidad.
Gracias por la lectura y feliz lunes.
