Laura Pausini, ni fascista ni equidistante

Si Pausini no cantó Bella Ciao, sus razones tendrá, razones que se pueden compartir o no pero que debemos respetar

Laura Pausini, en 'El hormiguero'.
Laura Pausini, en 'El hormiguero'.

Flaubert se quejaba, allá por el siglo XIX, de que todo el mundo le parecía idiota. Si hubiera conocido twitter, sin duda se hubiera confirmado en su opinión. La red social, cada vez que alguien formula una opinión un poco alejada de la ortodoxia, se convierte en un gigantesco tribunal que crucifica al disidente. Solo falta que, un día cualquiera, pase a denominarse “Reunión de Cuñados S.A.”. Lo hemos visto hace poco con la cantante Laura Pausini, protagonista de una polémica estúpida por algo que ni siquiera debía haber sido noticia. Cuando fue al programa El Hormiguero, bastó que no quisiera cantar Bella Ciao para que la acusaran de fascista o, en el mejor de los casos, de equidistante. No es, en realidad, ni lo uno ni lo otro. Cuando respondió a las críticas, dejó bien claro que piensa que es el fascismo es, obviamente, algo vergonzoso. Pidió entonces que nadie la convirtiera en lo que no es. Más claridad, imposible. 

Sin embargo, Matteo Salvini, líder de la extrema derecha, agradeció a la artista que no interpretara el conocido himno. Se dijo entonces que la culpa era de ella: si no te posicionas, otros lo hacen por ti. El argumento es, como mínimo, paradójico. ¿Desde cuándo es uno responsable de lo que digan los demás? Si los nazis se apropiaron de Nietzsche, ¿es culpa de Nietzsche? Si Franco se apropió de Teresa de Jesús, ¿es culpa de la Santa de Ávila? Lo que diga Salvini no tiene la menor credibilidad. La izquierda debería comprender que no es una buena política cederle a la extrema derecha, con esa facilidad pasmosa, todo lo que ésta pretende monopolizar. 

Si Pausini no cantó Bella Ciao, sus razones tendrá, razones que se pueden compartir o no pero que debemos respetar. Desde que inició su carrera, ha intentado rehuir los temas políticos porque no quiere utilizar su posición privilegiada, como artista de fama, para decirle a la gente lo que debe pensar. Es posible, además, que piense que el contenido político conspira contra la calidad del producto, como tantas veces sucede en la historia de la literatura y del arte. ¿Acaso, por ejemplo, fueron los versos “comprometidos” lo mejor de la producción de Rafael Alberti? El caso es que, más allá de los motivos, la italiana no quiere cantar canciones políticas de derechas ni de izquierdas. Y si no le da la gana, los demás no deberíamos tener nada que decir. 

Todas esas voces que se levantan, con santa indignación, para denunciar su supuesta indignidad, recuerdan poderosamente a los típicos fascistas de los años cuarenta, cuando te paraban por la calle para hacer que gritaras “¡Arriba España!”. Tal vez el lector piense que estamos comparando una ideología totalitaria con el pensamiento democrático de los antifascistas, y que esa equiparación no es justa. Pero es que no hacemos tal equivalencia. Lo que comparamos no son ideologías sino actitudes, la de aquellos intolerantes que quieren obligar a una persona a hacer o que ésta no quiere a hacer. Desde esta perspectiva, que el antifascismo sea infinitamente más valioso que el fascismo resulta por completo irrelevante. Una buena idea puede defenderse de una mala manera. Y, si hacemos caso a la historia, comprobaremos enseguida que gente con ideas antagónicas, como Hitler y Stalin, se acaban pareciendo por lo que de verdad importa, aquello que uno hace, no lo que uno dice. 

En fin. Nada de esto interesa a los guardianes de las verdaderas esencias. Los que enarbolan una canción que ni siquiera es explícitamente antifascista, porque habla de un invasor y de la libertad pero no dice nada como “ese cerdo de Mussolini”. El problema debe ser, en el fondo, que hay gente con demasiado tiempo libre.

 

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