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No concibo la identidad como una frontera a defender, sino como un estado de las emociones.

No pocas veces he querido asemejarme al extranjero de Albert Camus. Es decir, pasear por las calles de Quito indiferente a todo cuanto suceda alrededor, por parecerme incomprensible y poco respirable, o porque simplemente echo de menos mi tierra y debería ir con la losa del apego a todas partes donde concurra la itinerancia. De la misma forma también debería dejar la exclusividad en el conocimiento de la ciudad a quienes han vivido siempre adheridos a sus calles. Se supone que el lugar de nacimiento predetermina los sentimientos y los reserva para el patriota del ladrillo en el rincón más inaccesible y recóndito de la casa donde nació.

Pero la misma lógica también nos contradice y rebela que, si bien nadie es profeta en su propia tierra, en casa del herrero el cuchillo también es de palo. Tiene que venir alguien de fuera, algún jinete nómada con el caballo que necesita herrar, para que le muestre al desorientado herrero de qué está hecho y cómo suena el yunque de su propia fragua.

De todo ello pareciera que el propio extranjero realiza la tarea que a priori corresponde al oriundo, de forma que terminar por colonizar el sentimiento del habitante de toda la vida, lo hace propio, se refleja en él y lo difunde con idéntica familiaridad con la que el perro se orina en las esquinas, pero sin mayor afán de territorialidad porque no concibo la identidad como una frontera a defender, sino como un estado de las emociones. Al respecto hace mucho tiempo que mi presunta extranjería debió irse al carajo, y la boté por las quebradas y cerros que se me antojaron, sin menoscabo del lugar al que pertenezco por derecho propio y porque mis padres me parieron allí a destajo. Adquirí eso que llaman "amor por Quito", sin falsos patriotismos ni elevada mística, sin impertinencias ni hipocresías, sin críticos literarios ni escritores cuya tinta solo reside en teñir los muros de la vieja ciudad con botellas, malditismos y sexualidades contrapuestas.

Es decir, asumí la ciudad de motu propio. En toda su extensión y contradicciones. Con sus maldiciones, maletas, oscuridades, navajas, basura, lodazales, gente con cartera pero sin espíritu, mujeres con falda corta, viejas que parecen dispositivos de vigilancia, suegras cabreadas, vendedores de toda tesitura, colegiales del centro, conductores suicidas, cuerpos excelsos pero sin nada en la cabeza, pintores inéditos, profesores con más vocación que un túnel que ama su propia oscuridad, ovejas celestes, carismáticas "caseritas", espíritus de gran valía, talentosos del retraso, fanáticos de la informalidad asumida como obligación constitucional, excelentes anfitriones para los encuentros gastronómicos, conversadores interminables, grandes personas cuya esencia va en frasco pequeño y todo lo que quieran imaginar y sean libres de pensar amargamente o con una sonrisa y diente de oro.

Al asumir Quito, también sobrevino el estado de ánimo asociado a las grandes pérdidas y ganancias de una ciudad de la que —reitero la paradoja— debería haberme sentido siempre extranjero por una simple cuestión de cordón umbilical. Normalmente vivo en el epicentro del ruido, en mitad del océano del tránsito, en las cumbres de los que caminan lentamente y sin dejar paso, en las laderas de la hipocresía, en la prudencia de saber quién tiene buenas o malas intenciones de antemano, y todo ello nos sujeta a un ritmo acelerado y más propio de otras capitales donde he vivido previamente, como Madrid por ejemplo, donde su metro simboliza perfectamente el ritmo frenético, grisáceo e impersonal de buena parte del trato que sus habitantes se brindan en días laborables.

En medio de toda esa batalla de yelmos, armaduras y sangre recién derramada, es normal que busquemos el mismo o similar grado de paz. Para tales casos, en mi país de origen siempre he vuelto la mirada al campo, no tanto porque esté de moda la “España vacía”, sino porque lo asumí como una parte intrínseca del espíritu, desde el mismo momento en que la conciencia determinó que mis padres y resto de ancestros son de allá. En Quito, por ende, tuve que detenerme en sus viejas calles para hallar en ellas lo que nunca se me había perdido pero permanecía escondido al otro lado del océano.

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