María Romay.
María Romay.

El Carnaval es un baile de demonios. La fiesta del pecado y de la carne. Un momento del año para el desmadre absoluto y permitido (sí, oiganme los más beatos: permitido por la moral cristiana, hasta el Miércoles de Ceniza, para saciar todos los apetitos y no volvernos más locos aún, hasta que la Cuaresma nos refrene). En Cádiz se tuvo el ingenio de hacer arte del desmadre. Y hasta aquí hemos llegado, desde los tiempos oscuros medievales. Pero para muchas mentes en retroceso, los tiempos oscuros son los de ahora. Sí. Y bueno, en este maremágnum de sentimientos encontrados, doble moral, hipocresía por un tubo y pamplinas varias, servidora se confunde también. Aunque la luz está al alcance del que sabe buscar.

Creo que me honra reconocer un error, cuando lo hay. Y dar marcha atrás, porque me agarro a eso de la sabiduría del que sabe rectificar. Y ahora les explico lo que me reconcome. El primer año que Cristina Pedroche salió la mar de fresquita al balcón de la Puerta del Sol para dar la campanada, la que escribe puso el grito en el cielo. No por mojigatería, sino por no entender en su momento esa necesidad de enseñar el potorrín para reivindicar lo femenino, la igualdad y el respeto por todos los potorrines del mundo (¿?). No lo entendí. Me enfadé. Y argumenté que una mujer inteligente no necesita eso para triunfar, destacar y conseguir notoriedad.

Con el paso de los años, me ha dado la vuelta la cabeza varias veces a lo Regan MacNeli en El Exorcista, intentando quitarme el barniz del colegio de monjas, esa capita de sustancia tóxica altamente inflamable con tendencia patológica al escándalo. Y créanme que me ha costado muchísimo trabajo. Al final, he terminado dando la razón a los que defendían a muerte a la Pedroche. La libertad es la libertad, y bueno, si se quiere desafiar al frío polar e ir con las dignidades a flor de piel y los pezones en punta, pues ole y olé. Afirmar de verdad, de corazón, más allá del ánimo bienqueda, el oportunismo amistoso, el interés políticamente correcto, que no nos escandaliza que una muchacha que es cargo público en un Ayuntamiento se luzca como le salga de su alma, no es fácil. Y se ve a la legua al que miente, al que babea, al que se ríe por debajo de la barba, a las que la llaman guapa y a la vecina le muestra cómo de afilados están los colmillos al hablar de “esa”.

Ser sinceros (y sinceras), más allá de Twitter o Facebook, y purificarse del todo de la caspa y el puritanismo que hemos llevado en la masa de la sangre desde que somos conscientes de ser y de estar, es tremendamente difícil, pero se consigue. Por eso, no me importa confesar que cuando vi por primera vez a la guapísima María Romay, concejala de Transparencia del Ayuntamiento de Cádiz, con su disfraz de diosa Gades, mis reminiscencias monjiles saltaron como un resorte. Pero después recordé alguna que otra broma estúpida —lo sé, no es comparable, pero cada una ha vivido su dosis de baba misógina correspondiente— acerca de un libro que publiqué hace unos años, Transparente. Que si iba a presentarlo en ropa interior, que si me pondría para recitar un salto de cama, etc. Siempre esos comentarios me hacían reflexionar sobre lo mismo: a los compañeros autores no les increpaban con semejantes gilipolleces, nunca.

Sigo reivindicando que lo que se ha de lucir, por encima de los atuendos, o la ausencia de ellos, es la inteligencia de la persona, sea del género que sea. A lo mejor no es necesario destacar unos atributos sobre otros. Aunque si se quiere, ¿por qué no? Ahí está la verdadera libertad, la que ha de primar también si el deseo es crear polémica. Todo es perfectamente lícito, y más aún en Carnaval. Hay que divertirse, disfrutar, que estamos muy faltos.

Por eso yo me uno, con pasión, a los que admiran a las diosas de Cádiz, da igual su color político, a mí, plín. Quiero pensar que yo también soy una de ellas. Todas lo somos, por supuesto. Las Niñas de Cádiz, las políticas, las maestras, las dependientas, las madres de familia, miramos al horizonte con esperanza, pisamos fuerte y sonreímos, y si nos hacen sentir desnudas, sabemos arroparnos entre nosotras. Así que desde aquí, felicidades a María Romay, a las pregoneras, a Cristina Pedroche, a todas las mujeres, a todas las personas, que hacen lo que les da la gana y son felices, y siembran esa felicidad para los demás. Eso sí, desde aquí hago un llamamiento para el segundo fin de semana de Carnaval, o para el año que viene: el disfraz de Hércules le quedaría como un guante a alguno que se atreva. Bailemos todos.

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