La vida que no merezco vivir

Mujer en silla de ruedas, en una imagen de archivo.
04 de mayo de 2018 a las 16:29h

Había que bajar hasta la playa por una larga escalera que salvaba el desnivel entre la orilla y el acantilado. Lo había hecho muchas veces, pero un día a mi pierna derecha le pasó algo y no supe qué. Esa dificultad me llevó al médico y después de unas pruebas, con 23, el diagnóstico: una enfermedad degenerativa. Creo que nunca se está más fuerte que en la veintena, si tienes que encajar un golpe del que no te vas a levantar.

Cuando te rompes un brazo, sabes que el dolor tiene fecha de caducidad, que se irá en cuanto sanes, como las gripes tienen los días contados. Sino vas a curarte, si el dolor no va a marcharse, entonces  es probable que oigas cuchicheos a tu espalda antes de haberte alejado lo suficiente. De ellos, no es la compasión lo que más duele sino la rúbrica final: así no merece la pena vivir. Hago que no los oigo, mientras mi hermana, que camina al lado de mi silla, se indigna y me mira de reojo.

Llevo una vida de segunda, de tercera, probablemente una de esas en las que a los animales se les pone una inyección por humanidad. Pero en ella también sale el sol y se pone y en medio hay horas por llenar. No ha sido una elección pero espero tolerancia. No se puede ser ciego sólo cerrando los ojos y viéndolo todo negro, porque los ciegos no ven en negro, sencillamente no ven. No puedes ponerte en mi lugar y me alegro de que no lo estés.